CHIARA
El Refugio, París
La noche de la subasta, el apartamento se transformó en el camerino de un teatro antes de la noche del estreno. La tensión era una tercera persona en la habitación, silenciosa y sofocante.
Esta vez, la armadura era diferente. No era el terciopelo severo de la galería, sino un vestido de satén líquido de color granate profundo, el color de la sangre seca y el vino viejo. Se adhería a su cuerpo en una columna elegante, con la espalda descubierta hasta la cintura. Era una declaración. No era el vestido de una académica tímida. Era el vestido de una mujer que no tenía miedo de ser vista.
Estaba de pie frente al espejo, terminando de recogerse el pelo en un moño bajo y complicado, cuando Alexei entró en la habitación. Llevaba un esmoquin que parecía haber sido esculpido sobre su cuerpo, una obra de arte de sastrería que lo hacía parecer aún más letal.
Se detuvo, y por un instante, la máscara profesional se desvaneció. Sus ojos la recorrieron, y en ellos, Chiara vio algo que no había visto antes: una admiración cruda, despojada de estrategia.
—Son magníficos —dijo, su voz era un murmullo ronco.
Chiara se giró, confundida.
—¿El qué?
Él se acercó, y ella vio lo que sostenía. Un par de pendientes. Eran dos gotas de rubí, de un rojo tan intenso que parecían arder, suspendidas de un hilo de diamantes negros.
—Eran de mi madre —dijo, y la confesión la golpeó con la fuerza de un golpe físico—. Es la única pieza de joyería que conservo de ella.
Se paró detrás de ella, y Chiara contuvo el aliento. Sus ojos se encontraron en el espejo. Vio su propio rostro, pálido y tenso. Y vio el suyo, una máscara de dolor y determinación.
—Esta noche —susurró él, su voz apenas audible—, no eres solo mi esposa. Eres la guardiana de mi pasado. Llévalos. Y que su fuego te recuerde que no estás sola.
Con manos sorprendentemente firmes, le colocó los pendientes. El frío metal contra su piel fue como un juramento. El peso de los rubíes era el peso de una confianza que nunca había pedido, pero que ahora llevaba como un estandarte.
Se giró para enfrentarlo, la distancia entre ellos era de apenas un susurro.
—Alexei… —comenzó, sin saber qué decir.
Él levantó una mano, deteniéndola. Sus dedos rozaron su mejilla, un toque tan ligero que casi no fue un toque.
—Esta noche, Chiara, cuando te mire, no veré a una restauradora. Veré a la mujer que lleva los rubíes de mi madre. Y te protegeré como si fueras la última cosa bella en este mundo.
La promesa en su voz era tan absoluta, tan aterradora, que a Chiara se le cortó la respiración. Ya no estaban actuando. El escenario se había vuelto real.
ALEXEI
El Museo del Louvre, París
El Louvre no era un museo. Era un océano de poder.
Las obras maestras inmortales en las paredes observaban en silencio el desfile de los mortales que se creían sus dueños. Alexei entró en la Cour Carrée con Chiara de su brazo, sintiendo el peso de su mano sobre su esmoquin, el calor de su cuerpo junto al suyo.
Los rubíes en sus orejas eran dos gotas de sangre contra la palidez de su piel. Eran una locura. Un riesgo que nunca debería haber tomado. Pero cuando la vio con ese vestido, supo que ninguna mentira sería suficiente. Necesitaba anclarla a una verdad. Su verdad.
Vio a sus objetivos al instante. No estaban ocultos. Eran los reyes de la selva, observando desde la cima de la colina. Un grupo de hombres y mujeres impecablemente vestidos cerca de la Victoria de Samotracia. Y en el centro, un hombre al que reconoció por los archivos. Constantin Romanov. Un nombre falso, pero un linaje verdadero. Un descendiente directo de la línea rival de la Zmeya. Un hombre con ojos de depredador y una sonrisa que no prometía nada bueno.
Constantin ya los estaba mirando. Su mirada se deslizó sobre Alexei con un desdén perezoso y se posó en Chiara con un interés que hizo que la sangre de Alexei hirviera.
—Sonríe —susurró en el oído de Chiara—. Imagina que acabas de contarme un secreto que solo nosotros dos compartimos.
Ella levantó la vista hacia él, y la sonrisa que le dedicó fue tan íntima, tan genuina, que por un instante, Alexei olvidó que estaban en guerra. Olvidó dónde estaban. Solo la vio a ella. Y supo que estaba perdido.
******
La Subasta
Se acercaron al grupo. La conversación se detuvo.
—Vasiliev —dijo Constantin, su voz era un ronroneo educado—. Qué sorpresa verte entre los amantes del arte. Siempre te consideré más un… practicante de las artes destructivas.
—El arte, como la destrucción, requiere un ojo para el detalle, Constantin —respondió Alexei, su tono era gélido—. Y mi esposa tiene el mejor ojo de Europa. Te presento a Chiara Vasiliev.
Constantin tomó la mano de Chiara, sus ojos fijos en los rubíes.
—Encantado, Señora Vasiliev. Unos pendientes extraordinarios. Tienen historia.