El Corazón del Verdugo

Capítulo 22: El Armisticio de los Labios

CHIARA

El Refugio, París

​La guerra había terminado, pero la paz era un campo de minas.

​Chiara pasó la mañana siguiente en el laboratorio, pero su mente no estaba en los pigmentos. Estaba en el recuerdo de la noche anterior. La victoria en el Louvre se sentía lejana, un eco brillante. Lo que permanecía, lo que vibraba en el aire del refugio, era la tensión insoportable entre ella y Alexei.

​El estuche con los rubíes de su madre descansaba sobre la mesa de centro del salón. Chiara no podía apartar la vista de él. No eran solo joyas. Eran un ancla. Un testamento. Un secreto que él le había confiado, mucho más íntimo que cualquier palabra.

​Esa noche, se encontró en el salón, fingiendo leer un libro. Alexei estaba al otro lado de la habitación, en su propio sillón. El silencio era un tercer ocupante, pesado y expectante.

​—Alexei.

​Él levantó la vista de su tableta, su expresión era una máscara de control.

​—¿Por qué me los diste? —preguntó ella, su voz era un susurro, pero resonó en la habitación como un grito—. ¿Por qué me confiaste lo único que te queda de ella?

ALEXEI

El Refugio, París

​La pregunta. La única pregunta que había estado temiendo. La única que no podía desviar con una estrategia.

​Alexei sintió que la pregunta de Chiara lo despojaba de su armadura, pieza por pieza. Dejó la tableta a un lado. La guerra, la Zmeya, Dimitri… todo se desvaneció. Solo quedaba ella.

​—Porque no fue una farsa —dijo, y su propia voz le sonó extraña, ronca por la falta de uso—. No para mí.

​Se levantó y caminó lentamente hacia ella. Cada paso era una decisión consciente. Se detuvo frente a su sillón, mirándola desde arriba.

​—Cuando te vi anoche, dispuesta a entrar en la galería de los lobos por una guerra que no era tuya… no vi a una empleada. No vi a un activo que proteger. —Hizo una pausa, buscando palabras que nunca había necesitado usar—. Vi a una reina. Y una reina no puede ir a la batalla desarmada. Eran lo único de valor que podía darte. Lo único que era verdaderamente mío.

​Y en ese momento, el control que había mantenido con tanta ferocidad durante toda su vida se rindió. No se rompió. Simplemente se rindió.

​Él se inclinó. No con la desesperación de la primera vez, sino con una lentitud deliberada, dándole todo el tiempo del mundo para que se apartara.

​Ella no lo hizo.

​Cuando sus labios se encontraron, fue un armisticio. Lento, profundo, lleno de todas las palabras que no podían decir. Probó el whisky en su aliento, y debajo, algo más: una soledad tan vasta y tan limpia que le dolió el alma. Lo que comenzó como una pregunta suave se convirtió en una respuesta hambrienta. Él no la besó; la devoró, la reclamó, un hombre moribundo bebiendo de su única fuente de agua.

​La levantó del sillón, tomándola en sus brazos como si no pesara nada, como si hubiera esperado toda su vida para hacerlo. Chiara rodeó su cuello con los brazos, un acto de rendición total, y enterró su rostro en el hueco de su cuello, respirando su aroma, una mezcla de tela cara, ozono y la esencia puramente masculina que era solo él.

​La llevó a su dormitorio, no al de ella. Y en la oscuridad, con las luces de París como únicos testigos, comenzó su verdadera restauración.

​No la desnudó; la desveló. Sus manos, que ella había imaginado frías y letales, ardían sobre su piel. Deslizó la blusa por sus hombros, no como un amante impaciente, sino como un restaurador que quita con cuidado el barniz de una obra maestra perdida. Cada centímetro de piel que revelaba era venerado por sus ojos antes de ser reclamado por sus labios.

​Sus labios no tomaron; adoraron. Trazaron la línea de su clavícula, el arco de su cuello, la curva de su cintura. Era un lenguaje que no necesitaba palabras, un mapa de adoración que estaba cartografiando sobre su piel. Chiara se arqueó bajo su toque, su cuerpo cobrando vida de una manera que nunca había creído posible. Gemidos que no sabía que tenía escaparon de sus labios, y él los silenció con otro beso, profundo y posesivo.

​Y ella, la restauradora, hizo lo que mejor sabía hacer. Restauró. Sus manos exploraron su cuerpo, no con timidez, sino con la curiosidad de una artista. Trazaron los músculos de su espalda, tensos como cuerdas de acero. Y luego, encontraron las cicatrices. Viejas heridas, pálidas y plateadas a la luz de la luna, historias de una vida de violencia escritas en su piel. No las ignoró. Las besó. Una por una. Sintió cómo se estremecía bajo su toque, un temblor que no era de pasión, sino de shock. El verdugo, el arma, estaba siendo sanado por el toque de la única persona que no lo veía como un monstruo.

​Cuando finalmente se unieron, no fue una colisión, sino un regreso a casa. Un encajar perfecto de dos piezas rotas que, juntas, formaban algo completo. Él se movió dentro de ella con una lentitud reverente, sus ojos clavados en los de ella, una comunicación silenciosa y devastadora. En sus ojos, él no vio al verdugo; vio al niño perdido del cuadro, al alma que Cecco había pintado. Y en los de ella, él no vio a una prisionera; vio a su salvación, a su reina, a su única verdad.



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En el texto hay: mafia amor celos

Editado: 15.10.2025

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