CHIARA
El Refugio, París - La Mañana Siguiente
La luz del día se filtraba por las rendijas de las persianas, dibujando rayas de oro sobre la piel desnuda de Alexei.
Chiara se despertó lentamente, envuelta en el calor de su cuerpo, su cabeza apoyada en su pecho. Podía sentir el ritmo lento y constante de su corazón bajo su oído, un sonido tan real y tan tranquilizador que le pareció un milagro. Por primera vez desde que su vida había sido arrancada de su eje, se sintió anclada.
Él todavía dormía. En el sueño, la máscara de hielo se había derretido por completo. Su rostro, normalmente una fortaleza de control, estaba relajado, casi vulnerable. Con una delicadeza infinita, extendió la mano y trazó el contorno de sus labios con la yema del dedo.
Él abrió los ojos.
No hubo sobresalto. No hubo sorpresa. Solo un reconocimiento silencioso. Sus ojos, normalmente de un gris tormentoso, eran del color de la niebla matutina, suaves y profundos.
—Buen día —susurró ella, la palabra un secreto en la quietud de la habitación.
Él no respondió con palabras. Se inclinó y la besó. Un beso lento, perezoso, lleno de la promesa de un día que aún no había comenzado. Era un beso que hablaba de propiedad, sí, pero también de pertenencia. Y por primera vez, Chiara no se sintió poseída. Se sintió encontrada.
ALEXEI
El Refugio, París
La guerra no respeta los armisticios.
Después de una mañana robada al tiempo, una mañana de silencios cómodos y café compartido, la realidad llamó a la puerta.
El teléfono seguro de Alexei sonó, una disonancia brutal en la paz de su refugio. La cara de Dimitri apareció en la pantalla. Alexei le hizo un gesto a Chiara, y ella, entendiendo al instante, se retiró al laboratorio improvisado, dándole espacio. Pero antes de irse, le dedicó una mirada. Una mirada de confianza. De alianza. Y esa mirada fue un escudo para Alexei.
—Buenos días —dijo Dimitri, su tono era indescifrable—. Pareces… descansado.
—Una noche tranquila —mintió Alexei, la primera mentira que le decía desde que todo comenzó. Pero esta vez, no se sintió como una traición. Se sintió como una protección.
—Me alegro. Porque la tuya está a punto de terminar. Mis fuentes han encontrado algo. DIOMEDA.
Alexei sintió que la sangre se le helaba. —¿Qué han encontrado?
—No es qué. Es quién. Los Diomeda no se extinguieron. Se ocultaron. Cambiaron su nombre hace siglos, después de una purga fallida contra los primeros zares. Se mezclaron con la nobleza menor europea. Y se convirtieron en la raíz de la que creció la Zmeya.
El mundo de Alexei se inclinó sobre su eje. La Zmeya no era solo una sociedad secreta. Era un linaje.
—El cuadro no es solo una prueba de la ascendencia de Constantin —continuó Dimitri, su voz era un murmullo letal—. Es un mapa. Una reliquia. Según sus leyendas, la composición del cuadro, la forma en que la luz cae sobre la armadura del guerrero, revela la ubicación de su tesoro más grande: el archivo Diomeda. Sus libros de cuentas, sus tratados de poder, los nombres de cada familia que les juró lealtad. Es la llave de su imperio.
Todo encajó. La guerra dentro de la Zmeya era por el control de ese secreto.
—Constantin Romanov cree que es el único heredero legítimo. Quiere el cuadro restaurado para encontrar el archivo y reclamar su trono —explicó Dimitri—. Pero hay otras facciones dentro de la Zmeya que no quieren que ese secreto salga a la luz. Prefieren que el cuadro sea destruido, que la leyenda muera, para poder dividir el imperio entre ellos.
—Estamos en medio de una guerra de sucesión —dijo Alexei, su mente ya calculando las implicaciones.
—Peor —replicó Dimitri—. Ustedes son el premio. Quien controle a la restauradora, controla el mapa. Un bando te quiere muerto y a ella secuestrada. El otro bando quiere eliminarla para que el secreto muera con ella. No son solo objetivos. Son la llave del imperio.
—¿Cuáles son tus órdenes? —preguntó Alexei.
—Mis órdenes son que mantengas a tu reina a salvo —dijo Dimitri, y por primera vez, Alexei escuchó algo parecido a la preocupación en la voz del Zar—. Pero mi consejo… es que quemes París hasta los cimientos antes de que ellos te quemen a ti.
*****
El Refugio, París
Alexei entró en el laboratorio. Chiara levantó la vista de su trabajo, y al ver la expresión de su rostro, supo que la tregua había terminado.
Él le contó todo. Sin filtros. Sin omisiones. La guerra de sucesión. El linaje de la Zmeya. El cuadro como un mapa. Su nuevo estatus como la llave del imperio enemigo.
Ella escuchó en silencio, su rostro palideciendo con cada palabra. Cuando él terminó, se levantó y se acercó al lienzo.
—La herida —dijo, su voz era un susurro febril—. No es solo una cicatriz. Es una marca de vergüenza. El artista, Cecco, estaba revelando que su patrón no era un guerrero noble, sino un…