CHIARA
El Refugio, París
La mañana siguiente, el laboratorio improvisado ya no era un santuario. Era una sala de guerra.
La intimidad de la noche no se había desvanecido; se había transformado. Se había convertido en el combustible de una nueva y feroz energía. Chiara trabajaba con una claridad mental que nunca había experimentado. El miedo se había ido, reemplazado por la adrenalina de la caza.
El cuadro, apoyado en el caballete, ya no era solo un lienzo. Era un mapa. Y como cualquier mapa antiguo, estaba escrito en un lenguaje secreto.
—Cecco no era solo un pintor —le había explicado a Alexei mientras tomaban café antes del amanecer, sus voces eran susurros conspiradores en la quietud del apartamento—. Era un maestro de la luz. Un Caravaggista. Y para ellos, la luz no era solo iluminación. Era narrativa. Era simbolismo.
Ahora, estaba poniendo a prueba su teoría. Descartó los pigmentos, las texturas, y se centró únicamente en la composición de la luz y la sombra. Proyectó una imagen de alta resolución del cuadro en la pared y, a su lado, docenas de grabados y planos arquitectónicos del siglo XVII de Roma que Alexei había conseguido de sus fuentes durante la noche.
Buscaba un patrón. Una correlación entre la forma en que la luz caía sobre la armadura del guerrero y la disposición de algún edificio romano de la época. Horas después, con los ojos ardiendo por el esfuerzo, lo encontró.
No era un edificio. Eran tres.
La luz principal que iluminaba el rostro del guerrero provenía de un ángulo que correspondía exactamente con el del óculo del Panteón al mediodía en el solsticio de invierno. El reflejo secundario en su hombrera coincidía con la luz que se filtra por la cúpula de la basílica de San Pedro. Y la sombra más profunda, la que ocultaba la herida, tenía la forma precisa de la columnata de la Plaza de San Pedro.
—No es un mapa a un lugar —susurró para sí misma, su corazón latiendo con fuerza—. Es una clave. Una superposición de tres lugares sagrados.
Estaba tan cerca. Podía sentirlo. Pero le faltaba una pieza. El mapa estaba incompleto. Necesitaba restaurar la herida. Necesitaba saber qué verdad se ocultaba bajo esa última capa de oscuridad.
ALEXEI
París, Francia
Mientras Chiara cazaba fantasmas en el pasado, Alexei cazaba monstruos en el presente.
Estaba sentado en la parte trasera de un coche anodino, aparcado en una calle tranquila del distrito 16. A través de un teleobjetivo, observaba la entrada de un pequeño y exclusivo club de coleccionistas de libros antiguos. Era una tapadera. Una de las muchas que la Zmeya usaba en París.
Su victoria en el Louvre había sacudido el avispero. La Zmeya estaba nerviosa, cometiendo errores. Y Alexei estaba allí para explotarlos.
Su objetivo era un hombre llamado Antoine Leduc, un marchante de arte de bajo nivel que, según sus informantes, actuaba como correo para la facción de Constantin Romanov.
—Está en movimiento —dijo el conductor.
Vieron a Leduc salir del club, mirando a su alrededor con nerviosismo antes de empezar a caminar. Alexei no lo siguió de inmediato. Esperó. Le dio cuerda. Dejó que el miedo hiciera su trabajo.
Lo interceptaron dos calles más allá, en un callejón estrecho y vacío. No hubo violencia. No hubo gritos. Simplemente, Alexei y uno de sus hombres aparecieron de las sombras, bloqueando su camino.
La cara de Leduc se convirtió en una máscara de terror pálido.
—Monsieur Vasiliev —tartamudeó.
—Leduc —respondió Alexei, su voz era una seda helada—. Qué agradable coincidencia. Justo la persona que esperaba ver. Constantin te envía saludos. O tal vez no. Es tan difícil saberlo en estos días de… incertidumbre en el liderazgo.
Le mostró a Leduc una fotografía en su teléfono. Era una imagen de la hija de Leduc, de ocho años, saliendo de su clase de ballet esa misma mañana.
—Una niña preciosa —dijo Alexei—. Sería una pena que su futuro se viera… complicado.
Leduc se desmoronó. No hizo falta ni una amenaza más. Habló. Les contó sobre un punto de encuentro. Un lugar donde los leales a Constantin se reunían para intercambiar información. Una cripta abandonada bajo la iglesia de Saint-Germain-des-Prés.
—¿Cuándo? —preguntó Alexei.
—Esta noche. A medianoche.
Alexei asintió. Se guardó el teléfono.
—Gracias por tu cooperación, Antoine. Has tomado la decisión correcta. Ahora, desaparece. Sal de París esta noche. Olvida que existimos. Olvida que tienes una hija. Si tienes suerte, ella también te olvidará a ti.
Dejaron al hombre temblando en el callejón. No lo habían matado. Lo habían borrado. Era mucho más efectivo.
Mientras volvía al coche, Alexei sintió la fría satisfacción del trabajo bien hecho. Tenía un lugar. Tenía una hora. Tenía al enemigo en su mira. Pero sabía que no era suficiente. Necesitaba saber qué buscarían en esa cripta. Necesitaba la otra mitad del mapa.