CHIARA
Saint-Germain-des-Prés, París
La noche era un velo de tinta sobre París, la lluvia fina y helada se aferraba a la piedra antigua de la iglesia. Desde el interior de un coche aparcado en las sombras, Chiara observaba la entrada de la cripta, una discreta puerta de roble en el lateral del edificio, apenas visible para el ojo no entrenado.
El miedo era una criatura viva en su interior, pero estaba sepultado bajo capas de una determinación tan fría como la piedra que la rodeaba. No era la misma mujer que había entrado en la galería hacía semanas. La restauradora se había convertido en una cazadora de fantasmas. Y esta noche, iba a encontrarse con ellos cara a cara.
Alexei estaba a su lado, una figura de una quietud tan absoluta que casi parecía parte de la sombra del coche. Llevaba un abrigo negro largo y, bajo él, un traje oscuro diseñado para el movimiento. No llevaba armas visibles, pero Chiara sabía, con una certeza instintiva, que era el hombre más peligroso en un radio de cinco kilómetros.
—¿Recuerdas el plan? —preguntó él, su voz era un murmullo bajo, casi inaudible.
—Yo soy la llave. Usted es la cerradura —respondió ella, usando la metáfora que habían acordado—. Hablo yo. Usted observa. Si algo sale mal, me quedo detrás de usted y no me muevo.
—Bien. —Se giró para mirarla en la penumbra, y sus ojos eran dos fragmentos de hielo—. No saldrá mal.
Le tendió un pequeño broche, una simple pieza de azabache tallado en forma de hoja.
—Póngaselo. Es un comunicador y un rastreador. Pase lo que pase, no se lo quite.
Mientras se lo prendía en la solapa de su propio abrigo oscuro, sus dedos se rozaron. El contacto fue un ancla, una promesa silenciosa en medio del terror. Él no le dijo que tuviera cuidado. No le dijo que no tuviera miedo. Simplemente asintió. Y en ese gesto, ella entendió. Confiaba en ella. Y esa confianza era la armadura más fuerte que podría haberle dado.
Salieron del coche y caminaron bajo la lluvia hacia la puerta de roble. Cada paso era un latido del corazón. La caza había terminado. El descenso había comenzado.
ALEXEI
La Cripta
El aire en la cripta era frío y olía a tierra húmeda y a siglos de secretos. Antorchas eléctricas parpadeantes arrojaban largas y danzantes sombras sobre las paredes de piedra y las antiguas tumbas de monjes olvidados.
En el centro de la cámara principal, una docena de figuras esperaban. Eran los leales a Constantin Romanov, hombres y mujeres con rostros duros y ojos de depredador. Y en el centro, junto a un sarcófago de piedra, estaba Constantin.
Cuando Alexei y Chiara entraron, todas las conversaciones se detuvieron. La tensión era tan espesa que se podía cortar con un cuchillo.
—Vasiliev —dijo Constantin, su voz resonó en la quietud—. Y la encantadora Señora Vasiliev. Qué audacia la suya venir a mi humilde reunión.
—Oímos que estabas reclutando, Constantin —respondió Alexei, su tono era tranquilo, casi aburrido—. Pensamos en venir a ver si tu oferta era mejor que la nuestra.
Constantin soltó una carcajada, pero no llegó a sus ojos.
—Mi oferta es el futuro. El linaje. Algo que un perro pagado como tú nunca entenderá. —Su mirada se posó en Chiara—. Pero tú… tú podrías. Te veo en los ojos. No eres como él. Eres una creyente. Una buscadora de la verdad. Dime, ¿qué has encontrado en nuestro pequeño tesoro familiar?
Toda la atención de la sala se centró en Chiara. Era su momento. El escenario era suyo.
—He encontrado la prueba de su linaje, Monsieur Romanov —dijo Chiara, su voz era clara y firme, sin un atisbo de miedo—. Pero también he encontrado una pregunta.
Avanzó un paso, su mirada fija en Constantin.
—He encontrado la marca de los Diomeda. Y el mapa de luz que Cecco del Caravaggio ocultó en el lienzo. Sé que apunta aquí. A esta iglesia. Y sé que la clave es “Sub umbra petrae”. Bajo la sombra de la piedra. —Hizo una pausa, dejando que sus palabras calaran—. La pregunta es… ¿sabe usted qué piedra?
El farol fue magistral. Vio la duda parpadear en los ojos de Constantin. Sabían el lugar, pero no el punto exacto.
—Ilumínanos, entonces, restauradora —siseó uno de los hombres de Constantin.
—La piedra no es una lápida —dijo Chiara, su voz bajó a un susurro conspirador—. Es el sarcófago. El del abad Morard, el único construido con piedra traída de Roma. Y la sombra… —Levantó la vista hacia las antorchas—. La sombra solo se proyecta correctamente a medianoche, cuando las luces artificiales imitan la posición de la luna en el solsticio de invierno. Cecco era un genio.
Un silencio atónito llenó la cripta. Constantin miró su reloj. Faltaban dos minutos para la medianoche.
LA REVELACIÓN Y LA FURIA
La Cripta
A la medianoche en punto, sucedió. La luz de una de las antorchas, colocada en un ángulo preciso, proyectó la sombra de una cruz tallada en la tapa del sarcófago sobre una losa específica en el suelo.