El Corazón del Verdugo

Capítulo 27: La Ciudad de la Luz

CHIARA

Florencia, Italia

​El aire de Florencia la recibió como un amante perdido.

​Era cálido, espeso, y olía a cipreses, a café recién hecho y a la piedra de los palacios calentada por el sol de la tarde. Después de semanas en la atmósfera estéril y controlada de sus jaulas doradas, respirar el aire de su hogar fue tan abrumador que Chiara tuvo que cerrar los ojos por un instante.

​A su lado, Alexei estaba en silencio, observando la ciudad desde la ventanilla del coche que los recogió en el aeropuerto privado. Vio el cambio en él. La tensión en sus hombros no había desaparecido, pero había cambiado. Ya no era la tensión de un depredador en territorio enemigo. Era la tensión de un lobo en un mundo que no entendía, un mundo de luz y ruido y vida desordenada.

​No la llevó a un hotel de cinco estrellas. Siguiendo sus instrucciones, el conductor los llevó al corazón del Oltrarno, el barrio de los artesanos, y se detuvo frente a un antiguo edificio cubierto de hiedra. Su hogar. Su taller.

​—Bienvenida a mi mundo —dijo ella, su voz era un susurro suave.

​Subieron por una escalera de mármol gastado. Cuando Chiara abrió la pesada puerta de madera de su taller, fue como si abriera su propio pecho y le mostrara su corazón.

​El lugar era un caos glorioso. Lienzos a medio terminar se apoyaban en las paredes, botes de pigmentos creaban un arcoíris de polvo sobre las mesas de trabajo, y el olor a trementina, aceite de linaza y polvo de siglos llenaba el aire. En el centro, un enorme ventanal inundaba la estancia con la luz dorada de la Toscana.

​No era el laboratorio impecable de París. Era un santuario vivo, respirante.

​Vio a Alexei mirar a su alrededor, sus ojos grises absorbiendo cada detalle, desde los libros apilados en el suelo hasta los bocetos prendidos en la pared. Por primera vez desde que lo conocía, parecía… perdido.

ALEXEI

El Taller de Chiara

​Este era su territorio. Su poder.

​Alexei se dio cuenta de eso al instante. En París, en la dacha, él había sido el arquitecto de su mundo. Él controlaba la luz, el sonido, la seguridad. Aquí, él era el intruso. La luz dorada que inundaba la habitación parecía exponer cada una de sus sombras, cada una de sus cicatrices.

​Observó cómo ella se movía por el espacio, no como una empleada, sino como una suma sacerdotisa en su templo. Tocaba un libro, recolocaba un pincel, su energía fusionándose con el caos creativo que la rodeaba. Era la primera vez que la veía verdaderamente libre. Y era la visión más hermosa y aterradora que jamás había presenciado.

​—Aquí —dijo ella, señalando un caballete vacío en el centro de la habitación, directamente bajo la luz del ventanal—. Aquí es donde pertenece.

​Juntos, y en un silencio reverente, desenvolvieron el cuadro del guerrero y lo colocaron en su nuevo hogar. A la luz natural de Florencia, la obra parecía diferente. Más viva. Más trágica. El alma de Cecco y de Alexei, expuesta bajo el sol.

​—Ahora —dijo Chiara, girándose hacia él, y había un brillo juguetón en sus ojos que él nunca había visto—. La primera regla de Florencia: ningún trabajo se empieza con el estómago vacío. Y ningún hombre que viva conmigo volverá a comer comida de avión. Vamos.

​Antes de que pudiera protestar, ella le cogió la mano y lo arrastró fuera del taller.

​Lo llevó por las calles adoquinadas, un laberinto de vida y color que asaltaba sus sentidos entrenados para detectar amenazas. Lo llevó al Mercato Centrale, un caos ensordecedor de vendedores gritando, turistas riendo y el olor abrumador de queso, cuero y albahaca fresca.

​Para Alexei, era un infierno táctico. Demasiada gente. Demasiadas variables. Demasiadas salidas sin cubrir. Pero para Chiara, era el paraíso.

​La observó moverse entre los puestos, saludando a los vendedores por su nombre, probando un trozo de pecorino, eligiendo los tomates más rojos con la seriedad de un joyero seleccionando diamantes. Reía. Y el sonido de su risa genuina, libre de la tensión de la guerra, fue como un puñetazo en el pecho.

​Compraron pan fresco, pasta hecha a mano, vino de una bodega local. Y en el camino de vuelta, ella se detuvo frente a una pequeña pastelería y compró dos cannoli.

​—Ten —dijo, ofreciéndole uno—. Esto es medicina para el alma.

​Alexei, el hombre que solo comía para subsistir, el hombre cuyo cuerpo era una máquina afinada, tomó el pastel con torpeza. Le dio un mordisco. La cáscara crujiente, el relleno de ricotta dulce y cremosa… fue una explosión de sabor tan inesperada, tan… alegre, que se quedó inmóvil.

​Chiara se echó a reír al ver su expresión de shock. Y en ese momento, bajo el sol de la Toscana, con el sabor del azúcar en los labios, el verdugo sintió que una de las antiguas murallas de su corazón se desmoronaba en polvo.

LA RESTAURACIÓN FINAL

El Taller

​Esa noche, no comieron en un restaurante con estrellas Michelin. Comieron en la pequeña cocina del taller, una pasta simple con tomate y albahaca que sabía mejor que cualquier manjar que Alexei hubiera probado.



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En el texto hay: mafia amor celos

Editado: 15.10.2025

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