CHIARA
Florencia, Italia - Dos Años Después
El taller olía a lavanda y a hogar.
La luz dorada de la tarde se filtraba por el ventanal, bañando los lienzos y los botes de pigmentos en un resplandor casi sagrado. En el centro de la habitación, sobre el caballete principal, el guerrero de Cecco del Caravaggio la observaba, su rostro ya no era una máscara de dolor, sino de una paz melancólica.
Chiara estaba sentada en su mesa de trabajo, no restaurando, sino pintando. Creando. Un paisaje de la campiña toscana, lleno de luz y de vida. Hacía años que no pintaba por puro placer. Desde que él había entrado en su vida, el mundo había recuperado sus colores.
Oyó el sonido de una llave en la puerta principal. Su corazón, incluso después de dos años, dio un vuelco.
Dejó el pincel y corrió a recibirlo.
Alexei estaba en el umbral. Llevaba el mismo abrigo largo y oscuro, pero parecía más cansado que nunca. Tenía un corte fino en la ceja y el fantasma de un hematoma en la mandíbula. Acababa de volver de una "consultoría de seguridad" en Hong Kong. Acababa de volver de la guerra.
Pero estaba en casa.
No hubo palabras. Ella simplemente se lanzó a sus brazos, y él la sostuvo con una fuerza que era a la vez desesperada y reverente. Enterró su rostro en el hueco de su cuello, respirando su aroma, el olor a ozono y a un peligro lejano que siempre traía consigo.
—Estoy bien —susurró él, su voz era un murmullo ronco en su pelo.
—Lo sé —respondió ella—. Pero ahora estás en casa.
Lo llevó adentro y, en un ritual que se había vuelto tan familiar como respirar, le curó el corte de la ceja. Sus manos, que una vez temblaron al tocarlo, ahora se movían con la calma de una esposa. Y él, el hombre que era una fortaleza de control, se sentaba en silencio y la dejaba sanarlo.
—Te traje algo —dijo él cuando ella terminó.
Sacó un pequeño paquete de su bolsillo. Dentro, había una barra de tinta sólida, de un negro tan profundo que parecía absorber la luz. Tinta de calamar de la más alta calidad, usada por los maestros calígrafos chinos durante siglos.
—Para tus bocetos —dijo.
Chiara sonrió, sus ojos llenándose de lágrimas. Incluso en mitad de su oscuridad, él siempre pensaba en su luz.
ALEXEI
El Taller, Florencia
Esa noche, después de la cena, se encontraron frente al cuadro.
Se había convertido en el tercer ocupante de su hogar, el guardián silencioso de su historia. La restauración había sido perfecta. Era una obra maestra innegable, vibrante de vida y de verdad.
—No podemos guardarlo para siempre, Alexei —dijo Chiara en voz baja—. Su historia es demasiado grande para estas paredes. Merece ser visto.
Alexei sabía que tenía razón. El cuadro era un fantasma de su pasado, y para que su futuro fuera verdaderamente libre, debían dejarlo ir.
—No puede ser vendido —dijo él—. La Zmeya fue desmantelada, pero sus ecos perduran. Nunca dejarían de buscarlo. Se convertiría en un imán para los problemas.
—Lo sé —respondió ella, y había un brillo astuto en sus ojos—. Por eso no lo venderemos. Lo donaremos.
Lo miró, su plan ya formado.
—Hay una nueva ala en el Museo Estatal de San Petersburgo. Financiada por la Fundación Volkov. Para el arte recuperado de guerras y robos. —Hizo una pausa—. ¿Hay un lugar más seguro en el mundo para esconder algo que a plena vista, bajo la protección personal del Zar?
Alexei la miró, y la admiración que sentía por ella lo dejó sin aliento. Su mente, tan brillante como su corazón. Era la solución perfecta. Un homenaje. Un cierre de círculo. Y un último movimiento magistral en el tablero de ajedrez.
Asintió.
—Haré la llamada mañana. Será anónimo. Un "benefactor florentino".
Se quedaron mirando el cuadro una última vez. El guerrero, el niño perdido, el alma que los había unido. Iba a volver a casa también.
*****
El Taller, Florencia
Una semana después, el cuadro se había ido. El espacio en el caballete estaba vacío, pero el taller no se sentía más pequeño. Se sentía más grande. Lleno de futuro.
Esa noche, mientras estaban sentados en el pequeño balcón, mirando las luces de Florencia parpadear bajo un cielo de terciopelo, Alexei sacó una pequeña caja de su bolsillo.
No era una joya ostentosa. No eran los rubíes de su madre. Era un anillo. Una trenza de oro blanco y oro amarillo, entrelazados, simples y fuertes. Un anillo que hablaba de dos vidas unidas, no de una posesión.
—La farsa ha terminado, Chiara —dijo, su voz era un voto solemne en la quietud de la noche—. El contrato ha terminado. La guerra ha terminado. Esto… esto es para siempre.
Tomó la mano de Chiara y deslizó el anillo de platino de su dedo, la última reliquia de su mentira, y lo reemplazó por el nuevo. Por la verdad.