CHIARA
Florencia, Italia - Seis Meses Después
La luz de la Toscana era una pintora paciente.
Cada mañana, entraba por el ventanal del taller y pintaba el mundo de Chiara con tonos de oro y miel. Y cada mañana, Chiara se despertaba en los brazos de Alexei, sintiendo que ella misma estaba siendo restaurada por esa luz.
La vida se había asentado en un ritmo tan hermoso y predecible como las estaciones. Él se iba. Misiones silenciosas en rincones olvidados del mundo de las que nunca hablaban. Y luego, volvía. Siempre volvía. Y con cada regreso, dejaba un poco más de la oscuridad atrás, y absorbía un poco más de la luz de ella.
El cuadro del guerrero ya no estaba. Hacía meses que había sido enviado a San Petersburgo, una donación anónima que había conmocionado al mundo del arte. El caballete en el centro del taller ya no sostenía un fantasma del pasado, sino las propias creaciones de Chiara, paisajes llenos de una vida y un color que no había sabido que poseía.
Una tarde, mientras ella trabajaba, recibió un mensaje. Breve. Preciso.
"Estamos en Florencia. Nos gustaría ver el taller. D."
Su corazón dio un vuelco. El Zar y su Reina venían a visitarlos.
Cuando se lo dijo a Alexei, él no se sorprendió. Simplemente asintió.
—Es hora —dijo.
ALEXEI
El Taller, Florencia
La llegada de Dimitri y Seraphina fue como la llegada de un invierno silencioso en mitad de la primavera.
No vinieron con una escolta. Solo ellos dos. Dimitri, una figura de poder contenido en un traje impecable. Y Seraphina, a su lado, una reina de hielo y seda, cuya belleza era tan afilada como una cuchilla.
Entraron en el taller, y por un instante, dos universos chocaron. El mundo del poder absoluto y la oscuridad calculada, y el mundo de la luz, el arte y la paz ganada a pulso.
Seraphina caminó por el taller, sus ojos azules, tan parecidos a los de Dimitri, absorbiendo cada detalle. Se detuvo frente a uno de los paisajes de Chiara.
—Es hermoso —dijo, su voz era un murmullo suave—. Tiene… esperanza.
—La encontré aquí —respondió Chiara, y las dos mujeres compartieron una mirada, un reconocimiento silencioso. Dos reinas de dos reinos muy diferentes, unidas por los hombres rotos a los que amaban.
Mientras ellas hablaban, Dimitri se acercó a Alexei. Se paró frente al caballete vacío.
—Fue lo correcto —dijo el Zar, su voz era un murmullo grave—. Devolverlo a casa.
—Era su historia —respondió Alexei.
Dimitri lo miró, y en sus ojos, Alexei vio algo que rara vez presenciaba: una aprobación despojada de estrategia.
—Nunca te había visto en paz, brat —dijo Dimitri—. Luchas mejor cuando tienes un hogar al que volver. Ella te ha hecho más fuerte. No más débil.
Era la bendición final. El reconocimiento de un hermano.
—Ella es mi hogar —dijo Alexei, y la verdad de esas palabras fue tan simple y tan absoluta como su lealtad.
***
El Taller, Florencia
Esa noche, después de que los Volkov se fueran, dejando tras de sí el eco de su poder, Chiara encontró a Alexei de pie frente al ventanal, mirando la noche florentina.
Se acercó y lo abrazó por la espalda, apoyando su mejilla en la tela de su camisa.
—¿Estás bien? —susurró.
Él se giró en sus brazos y la miró, y en sus ojos había una vulnerabilidad que ya no luchaba por ocultar.
—Cuando Dimitri me encontró —comenzó, su voz era un murmullo ronco, contándole la última pieza de su historia, el último fantasma—, yo no era un soldado. Era un niño hambriento a punto de ser asesinado por nada. Él no me salvó la vida. Me dio un propósito cuando yo creía que no valía nada. Mi lealtad nunca fue por gratitud. Fue porque él fue el primero que vio algo en mí que no fuera un despojo.
Tomó su mano y la llevó a su pecho, justo sobre su corazón.
—Este lugar… estaba muerto, Chiara. Era una máquina. Funcionaba por deber, por lealtad, por venganza. Pero no sentía nada.
Sus ojos se llenaron de una emoción tan profunda que a ella le robó el aliento.
—Tú no me restauraste. Me resucitaste. Me enseñaste que un corazón no es una debilidad. Es una armadura.
La atrajo hacia sí y la besó. Un beso que no tenía nada de la desesperación del pasado, ni del hambre de la pasión. Era un beso de una paz infinita. Un beso de hogar.
La llevó a su cama, y en la quietud de la noche toscana, le hizo el amor. Fue un acto tan silencioso y tan profundo como una oración. Cada caricia era un agradecimiento. Cada beso, un juramento. No era la unión de dos cuerpos, sino la fusión de dos almas que finalmente habían encontrado su santuario.
Después, mientras yacían en la oscuridad, escuchando los sonidos de la ciudad dormida, Chiara apoyó la cabeza en su pecho, sintiendo el ritmo constante y fuerte de su corazón.