Florencia, Italia - Cinco Años Después
El nombre de Chiara Cellini era una leyenda susurrada con reverencia en los pasillos de los museos más importantes del mundo.
No por la restauración de una obra maestra perdida, sino por las suyas propias. Sus paisajes de la Toscana, imbuidos de una luz y una vitalidad casi dolorosas, colgaban ahora en colecciones privadas desde Nueva York hasta Tokio. Se había convertido en la artista que siempre había estado destinada a ser, una vez que se liberó de la necesidad de restaurar las almas de los demás y se centró en pintar la suya.
Su taller seguía siendo su santuario, pero ahora era más grande, más luminoso, con un pequeño jardín en la terraza donde crecían los tomates más dulces de Florencia.
Y cada noche, sin importar de qué rincón oscuro del mundo regresara, su guerrero volvía a casa.
Esa tarde, el sol de otoño bañaba el taller en una luz suave y melancólica. Chiara estaba sentada en el balcón, no pintando, sino leyendo una carta. El papel era grueso, color crema, con el emblema de un lobo grabado en la parte superior.
"...Dimitri está insoportable con su nuevo proyecto, la Fundación Mikhail Volkov para Niños Desplazados. Cree que porque él fue un huérfano, es el único que sabe cómo dirigirla. Ayer donó una fortuna en equipos de arte sin consultarme. Le dije que los niños necesitan comida, no lecciones sobre el claroscuro. Casi provoca una guerra civil en la dacha. Florencia en otoño debe ser una maravilla. Cuida de nuestro hermano. Él te cuida a ti, pero alguien debe cuidar de su alma. Con todo mi afecto, Seraphina."
Chiara sonrió, guardando la carta. La amistad que había forjado con la Reina del Hielo era una de las sorpresas más extrañas y hermosas de su vida. El Zar, a su manera rota, estaba restaurando el mundo que lo había destruido.
Sintió unos brazos rodearla por la espalda y el peso familiar de una barbilla apoyándose en su hombro. No necesitaba girarse.
—Hola, soldado —susurró, cubriendo las manos de Alexei con las suyas.
—Hola, mi luz —respondió él, su voz era un murmullo profundo en su oído. Había llegado esa mañana, de un viaje de tres semanas a Yakarta del que nunca hablarían.
Se quedaron en silencio, mirando la puesta de sol sobre los tejados de Florencia. Su vida era un tapiz de estos contrastes: la paz de su hogar y la guerra silenciosa que él todavía libraba por su Zar. Pero la promesa que se habían hecho cinco años atrás seguía intacta. Él siempre volvía. Y ella siempre lo restauraba.
—Recibí una carta del Hermitage esta mañana —dijo él en voz baja.
—¿Ah, sí? —preguntó ella, apoyándose más en él.
—El "Guerrero de Volkov", como lo han llamado, se ha convertido en la pieza central de su nueva ala. El director dice que la gente hace fila durante horas para verlo. Dicen que hay algo en su mirada… una paz que no debería estar allí.
Chiara sonrió.
—Quizás es porque por fin está en casa.
Él la giró en sus brazos para mirarla. Las cicatrices en su alma nunca desaparecerían por completo, pero ya no eran abismos. Eran simplemente parte del paisaje de su rostro, del mapa de su vida. El amor de Chiara no las había borrado; las había iluminado.
—No —dijo él, su voz era de una seriedad absoluta—. Es porque su restauradora le dio un final feliz.
Se inclinó y la besó. Un beso que no tenía nada de la pasión desesperada del pasado, ni del hambre de la necesidad. Era un beso de una gratitud infinita, de una paz tan profunda que era el único hogar que ambos habían conocido.
Él siempre sería el verdugo. El arma del Zar. El guerrero en la sombra.
Pero aquí, en la luz dorada de Florencia, en los brazos de la mujer que lo había resucitado, su corazón ya no era una fortaleza de hielo.
Era un santuario.
Y ella era su única guardiana.