Los bramidos del silbato del tren de pasajeros procedente de Medellín se escucharon desde su paso por Camilo C. En el bar de Asdrubal se interrumpió la partida de Póker, un instante. Villa se distrajo al pensar en que ya habían pasado diez años desde que… Aquello le costó perder la apuesta. Henry abrió su manojo de cartas con tres ases y un rey.
Axel abrió la persiana y la luz violenta de la mañana cayó sobre la penumbra como como el chorro de luz de una linterna sobre los ojos de un gato. Villa se restregó los ojos y trato de adaptarse, después de pasar toda la noche jugando, al áureo ambiente del día de verano. La noche había pasado de un tirón, sin dejarle pensar en nada. La vaporosa nube de humo en la que habían estado inmersas aquellas cuatro cabezas somnolientas se reveló a través las geométricas espadas de luz que entraban por los postigos que Axel iba descubriendo, sin piedad, y ellos, como murciélagos expuestos, se levantaron echando maldiciones.
El tren había dejado de chirriar y ya se había estacionado al frente de la pérgola y el maquinista oraba frente a la gruta de la Virgen del Carmen.
Si Villa hubiese salido cinco minutos antes habría podido ver la silueta de Adriana descender, estilizada bajo un abrigo de pieles, hacia el apeadero. Ella reconoció de inmediato al padre de Villa, el viejo Roberto. El viejito quiso que su mirada le alcanzara para saber quién era ella, pero le fue imposible, y Adriana así lo comprendió. De modo que no alzó la mano para saludarlo porque sabría que habría sido en vano. También miró hacia el casino, la taberna y la fachada del hotel de Asdrubal. Se preguntó si Villa estaría allí, jugando, fumando, escuchando obscenidades. No traía mucho equipaje, solo una maleta de mano con rodachinas, que podía halar fácilmente. Se dirigió entonces hacia su casa paterna, donde sólo debían de quedar los jardines verticales de la madre muerta y el árbol de adelfa, seguramente sin brotes, que su progenitor había sembrado el día de su nacimiento. La casa en la que había crecido, se había hecho mujer y en la que diez años antes había colgado orgullosamente su título de bachillerato. Y que después alquilado al padre de Villa, sin recibir la renta la mayor parte del tiempo y sin reclamarla por caridad.
El pueblo no había cambiado mucho. El tendido de rieles terminaba, a lo lejos, en un punto infinito. El parque principal seguía mal adoquinado, y su grisalla solo era interrumpida por espontáneos brotes de madreselvas. A la fachada de la iglesia la envolvía el mismo color cosmético de cuando se había ido, parduzco y desconchado. Caminó un kilómetro a occidente y allí se sumergió en el antejardín. Por encima de un bosque de madroños descuidados, entre cuyos verdes intersticios se veía aflorar un huerto de moras, se dibujó la casa rodeada de setos descuidados y coloridas bifloras. No había prueba alguna de que a alguien le interesara hacer mantenimiento al jardín, ni cultivar setas en el terreno abandonado, ni labranza de ninguna clase, a pesar de que sobre la extensa cuerda de mimbre trenzada, colgaban al desgaire una buena cantidad de pantalones de hombre.
Como de costumbre la puerta no tenía seguro, y Emma tarareaba algo en la cocina. La vio de espaldas: había engordado y se veía encorvada. La vio y le recordó a su madre. Tendría para entonces sesenta y cinco. Pero había cumplido cincuenta y cinco cuando dejó caer la palma de la mano lentamente, como dejándola soldarse a la materia universal. Emma chocó con Adri mientras batía la torta.
Adriana recordó los días gloriosos de la graduación de Bachillerato. Por aquel entonces ya se había hecho novia de Villa. Después de la celebración con Champaña y uno que otro coctel prohibido, le había dicho: <<Nos iremos, será lo mejor>> <<¿Pero… a dónde?>> <<A cualquier lado. El mundo es grande. ¡Mira lo grande que es el mundo!>> Pero Villa nunca hizo su maleta. Quizá hoy mismo, como en aquel tiempo, estuviera jugando a las cartas. Lo imaginó por un momento. Con sus ojos somnolientos…