Muchos años antes de la llegada del tren, el caserío se empezó a formar a partir de un gigantesco aserrío de pinos en el cual trabajaban los veloces migrantes de las zonas más apartadas que venían buscando, con ahínco, un claro y un espacio para sus familias: venían veloces como colibríes buscando el mejor aroma del campo y al llegar a la región, sorprendidos, detenían su viaje y se instalaban al encontrar trabajo. Con la llegada de los ramales del tren el municipio se volvió denso, numeroso, y más pobre. Algunos hombres aprendieron a vivir por la cantina y para ella. Trabajaban poco, bebían mucho y repartían su tiempo entre la cárcel y el bar. Sus ganancias ocasionales en el juego de las cartas (teniendo siempre un as bajo el brazo con el que perdían los incautos que llegaban buscando un ron) los mantenía vivos económicamente, pero apartados de la sociedad que había delimitado las normas del bien. Villa era amigo de todos estos trúhanes y aunque nunca había estado en la cárcel, se le consideraba una especie de vago bien formado, bien educado y bien vestido. Por su puesto las mujeres se decantaban por el bien o por el mal, y en consecuencia, elegían los hombres que les convenían. Villa era la excepción a esta regla. Su atractivo físico, su caballerosidad, su estandarte de hombre antiguo y clásico, su manera de elogiar la belleza, le habían ganado la amistad de las mujeres más bonitas del pueblo. Si algunas habían terminado por rechazarlo, había sido sin duda por la presión de las familias, de los padres o de los curas, que en modo alguno iban a permitir que un hombre así se cruzara en la vida de ellas. Otras, que tenían el control de sus vidas, le habían granjeado su amistad, o bien su amor, pero morían de impaciencia porque este hombre poco tiempo les dedicaba y por lo general terminaba asociado a sus amigos en el juego y en el trasnocho. Pero había una chica en el pueblo, una joven de una dulzura poco corriente, muy pobre además y que tenía que repartir su tiempo entre los estudios de un oficio y su trabajo como mesera en el bar de Asdrubal, los fines de semana. Se llamaba Gina, era de cabellos rubios, ensortijados, y por lo general usaba pañoleta roja. Ojos vivaces, color caramelo, labios de bordo de plato de vajilla fina, nariz roma y estilizada figura. Esta chica había conocido a Villa durante su trabajo y había encontrado en él las mejores cualidades que se pueden encontrar en un hombre bastante pobre espiritualmente. Había rebuscado hasta el hartazgo algo que lo salvara de la desmesurada imagen que proyectaba frente a la sociedad: había buscado como un vagabundo en la basura una reserva de alimento y había encontrado en él cosas muy interesantes, que no saltaban a simple vista y que para ella eran cualidades asombrosas. Podía dar su pan al hambriento, su mano al amigo, y su ultimo centavo al desvalido. Pero como todas estas cosas se hacían en el mayor de los secretos, jamás nadie hablaría de ello, por que su exterior era lo que importaba a la gente, y su comportamiento público y no el privado. Pero ella se había dado cuenta de que Villa era un hombre de un corazón extraordinario, aunque cauteloso y muerto de miedo para dar pasos gigantes.
Entonces ella le abrió un espacio y estuvieron saliendo por varios años. Para la mamá de Villa había sido una noticia un poco desagradable. Ella no podía olvidar a su antigua nuera, y la imagen de esa nuera iba a perdurar como portento por los años de los años. De modo que Villa, que una vez la llevó a casa para presentársela a Emma, jamás volvió a llevarla y todos sus encuentros se realizaban en el bar o en los sitios campestres alrededor del pueblo. Gina le había regalado una fotografía suya, empotrada en un precioso portarretrato y él la tenía en la habitación, encima del nochero. Emma cada vez que hacía el aseo de la habitación solía olvidar que existía la foto y Villa jamás le sacudía el polvo. Por ello llegó a ser una imagen casi borrosa, arcaica, sin brillo. En aquel pueblo se decía que eran una pareja dispareja y que aquel romance jamás figuraría en los anuarios ni en las colecciones de fotos ni en el recuerdo de nadie. Se decía además que ningún cura los casaría en caso de que tal unión pudiera llegar a ese contexto. Todos daban por hecho que Villa era un hombre de esos que nunca se casan y que terminan sus vidas como bohemios perdidos en la más absoluta miseria. El tren había llegado incesantemente durante muchos años, y el polvo aún se acumulaba, tranquilamente, a pesar de los rumores de los aldeanos, sobre el portarretrato de Gina.