El Corazon Se Da Por Nada...

el portarretrato roto

Villa retorció sus manos, como si estuviese en el lavabo.  Su perfil era desafiante a la luz de la ventana.  Las palabras de Adriana tenían tanta convicción que le fue imposible rebatirlas.  De modo que era cierto que su situación en la ciudad no era venturosa, como presumían los malnacidos de la mesa de juego.  Había un gran contraste entre la imagen que proyectaba Adriana de mujer triunfante, glamurosa, de elegancia tácita, de maneras estilizadas y cuidado sumo y la declaración bochornosa, casi visceral, de que estaba en una profunda quiebra y que por ello había venido a vender lo poco que tenía.  Ese contraste que podía medirse entre lo visual y lo verbal, con inusitado asombro, quedó detenido en el tiempo, pausado apenas para otra ocasión, porque ella se acercó a él con dulzura, con esa mirada de seráfica transformación, de la que era imposible escapar, que era como un elixir que dislocaba cualquier reacción del cuerpo.  Villa se sintió atrapado por sorpresa en esa red de luz y de belleza;  los labios de Adriana cayeron sobre sus labios como la carta de amor que ha deseado un solitario amante en las montañas y se dejó llevar por un beso largo, apasionado, voluptuoso, sus bocas viajaron a un universo salobre, de antaño conocido, y sonreían y besaban, besaban y sonreían, sus lenguas como peces de agua salobre jugaban a morir desesperados y a atacar campos de carne sinuosa, y bailaron los cuerpos una danza extraña de recordación, al amparo de una música de la consciencia, opera prima de la sangre que iba como un tren desbocado, hasta el momento sorpresivo en el que tumbaron algo, el portarretrato en el que se hallaba la fotografía de Gina y el vidrio del mismo se volvió añicos…

 

 

 




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