—¡Dios proveerá! Villita, pobre, no ha conseguido trabajo, no lo culpen de todo… - su mirada busco a la figura de su esposo, que aparecía impertérrito en el jardín.
—Nadie va a juzgar a nadie –intervino Adriana, mirando fijamente a Emma, acercándose a su corazón de madre. - No se trata de nada de eso. En rigor, se trata de pensar que vamos a hacer.
—El Señor proveerá – dijo de nuevo Emma. Aquello pareció cortar el tema. Se volvió a la boda, a los arreglos, a las nimiedades de la celebración.
—¿Van al pueblo? – preguntó Adriana a Anderson, que buscaba las últimas migas de la mesa para metérselas a la boca,
—Si.
—¿Me llevan? No quiero caminar en tacones.
—De una – dijo Anderson. –Villa, ¿vas al pueblo?
—No, gracias cuñado.
—¡Ese irá a dormir! Todas las noches se la pasa jugando – dijo Rosi, por defecto inclinada a hacerle daño a su imagen.
—¿Vas a algún lado en específico, Ad? –Anderson pudo ver a través del espejo retrovisor los ojos almendrados de la mujer madura, de un avellana profundo y rutilante, con muchos bastones iridiscentes, sus mejillas amplias y lisas, bordeadas por abundante cabello, su labio inferior carnoso sobre un mentón de manzana y la sonrisa de la que todos hablaban, memorable, envidiada, de una alegría in crescendo, expansiva, que moría del mismo modo, lentamente.
—Déjame en las oficinas de Asdrúbal. Veré si consigo venderle la casa. Me urge hacerlo. Estuve pensando que talvez, ustedes, que se van a casar…
Rosita y Anderson se dirigieron una mirada cómplice. Adriana se dio cuenta que habían discutido el tema con anterioridad y habían llegado a una conclusión.
—Es una gran casa, nos gustaría, de verdad, pero tendríamos que vivir con todos, y queremos estar solos.
—Es lo mejor que pueden hacer. Definitivamente.