Desde el día en que había salvado al duque de Wexley de ser aplastado por un globo terráqueo, se había vuelto costumbre que ambos se encontraran para compartir un brandy en el Winter’s Club e intercambiar impresiones — Drake había sido incluso aceptado como socio por acción directa del duque. Henry — como prefería ser llamado — se había ofrecido a ayudarle en la búsqueda de muebles y piezas de decoración para su casa, indicándole los mejores lugares para hacerlo. También se ofreció a apadrinharlo, y ahora Drake era, oficialmente, un primo lejano del octavo duque de Wexley.
A la luz de la chimenea, los dos hombres formaban un contraste curioso: Drake, de facciones marcadas por el sol, mirada verde oscura impenetrable, postura contenida como la de un guerrero que aguarda el momento preciso; y Henry, a su lado, tan descuidadamente apuesto que resultaba imposible saber si aquella belleza era fruto del azar o del arte — cabello rubio oscuro despeinado, ojos de un azul cortante, y un aire de nobleza aburrida que encantaba y exasperaba a partes iguales.
Drake alzó la copa y observó el color del brandy, pensativo. La mano izquierda descansaba sobre el bastón.
— Si quieres saber quién soy — dijo por fin — quizá sea mejor empezar por quién fui.
Henry se recostó.
— Te escucho.
Drake comenzó, pero no había dramatismo en sus palabras.
— Fui registrado como Lan Zhenyu durante más de la mitad de mi vida. Crecí en Oriente, en la provincia de Wuyun. Soy maestro en artes marciales. Sólo hace poco descubrí que mis padres... eran ingleses. Por lo que he logrado averiguar, mi padre era un noble, el vizconde Wolveston. Mi madre, nadie. Huyeron de este país y fueron a ver el mundo. En el camino, nací yo.
Henry se acomodó en el sillón.
— ¿Y cómo descubriste todo eso?
— Encontré una carta en el escritorio de mi padre adoptivo. Lo confronté, pero sólo sabía mi nombre: Drake Wolveston. Desde entonces he ido siguiendo una pista tras otra. — Bebió el brandy de un trago. — Su muerte fue un montaje. Dijeron que fue un accidente. Un incendio. Yo sobreviví. Me llevaron a un orfanato, esperando que alguien viniera a buscarme, y cuando eso no ocurrió, fui adoptado. Esa carta decía que nunca debía saber quién soy. Y los nombres... los nombres fueron borrados. El mío, el de él, el de mi madre.
— ¿Y quién se quedó con todo? — preguntó Henry, en voz baja.
Drake alzó los ojos y dejó la copa sobre la mesa.
— El conde de Bellavere.
Lo dijo con calma, pero sus dedos apretaban la copa con tanta fuerza que el cristal chirrió levemente. El silencio entre los dos se prolongó unos segundos.
— ¿Era pariente? — inquirió el duque.
— Primo lejano. Lo bastante cercano como para heredar en caso de ausencia de sucesión directa. Y eso fue exactamente lo que ocurrió: los herederos desaparecieron... convenientemente.
Henry dejó escapar un leve silbido, pero sus ojos, por un instante, perdieron el brillo burlón. Volvió a llenar las copas.
— Eso explica muchas cosas.
Drake aceptó la bebida con un leve asentimiento.
— Estoy aquí para descubrir qué ocurrió realmente. Y recuperar lo que es mío.
Henry saboreó su brandy, y durante un momento, sólo el crepitar de la chimenea y el murmullo lejano de conversaciones llenaron el espacio entre ellos. El calor del brandy parecía acentuar el frío escondido en aquellos recuerdos.
— Sabes que te van a detestar, ¿verdad? Eres todo lo que ellos temen: extraño, libre e imposible de controlar.
Drake le sostuvo la mirada sin pestañear.
— Que vengan. He estado rodeado de hombres mucho más peligrosos que estos lores temerosos de perder su sitio en la mesa.
Henry soltó una breve carcajada.
— Vas a dar mucho que hablar, Wolveston. Y yo voy a disfrutar cada segundo.
El reloj de la pared marcó la media hora. Drake se recostó, más tranquilo.
— Dijiste que me esperaba una temporada social.
— Y es cierto. Mañana por la noche, el primer baile de la temporada. Estarán allí todas las familias relevantes. Incluidos... los Bellavere.
Drake giró la copa entre los dedos una última vez antes de dejarla sobre la mesa.
— Perfecto.