Livia acababa de reír demasiado fuerte de un chiste sin gracia cuando lo vio.
Al otro lado del salón, cerca de la mesa de bebidas, Drake destacaba — no solo por su apariencia, sino por la expresión cínica y la manera en que se mantenía al margen del bullicio a su alrededor.
— ¿Quién es ese? — murmuró, inclinándose hacia Lady Eloise Westcott, una joven rubia de rizos dorados, ojos azules vivos, baja estatura e hija de un barón.
— Según mi hermano, es el primo del duque. El corsario — respondió Eloise, deleitada. — O al menos eso dicen.
Los ojos de Livia brillaron, y una sonrisa comenzó a dibujarse en sus labios, pero vaciló al darse cuenta hacia dónde se dirigía la mirada de él.
Rowena.
La forma en que él la observaba fue suficiente para que Livia sintiera un leve nudo en el pecho — irritación, aunque lo disimuló acomodándose el vestido y levantando sutilmente el mentón.
Enderezó los hombros, recompuso la sonrisa y decidió que, a la primera oportunidad, se encargaría de presentarse.
En el otro ala del salón, el conde de Bellavere recibió un billete doblado de manos de un criado. Alzó una ceja, lo giró entre los dedos antes de abrirlo, como quien ya presiente malas noticias.
Wolveston en Londres.
El conde frunció ligeramente el ceño antes de dejar escapar un breve sonido, algo entre risa y desdén. Dobló el papel con precisión y lo guardó en el bolsillo del chaleco. Entonces se volvió hacia uno de sus amigos de confianza y murmuró solo:
— Wolveston.
El barón Westcott palideció, la copa temblándole levemente en la mano. Ese nombre llevaba años enterrado.
Henry se acomodó los guantes, intercambiando un rápido comentario con Drake. Habían sido vistos, habían cumplido el propósito. No había razón para quedarse allí.
— Dicen que el club de Saint James anda bastante animado. ¿Pasamos por allí? — preguntó Henry.
Drake asintió. Entre un saludo aquí y otro allá, empezaron a alejarse rumbo a la salida, sorteando grupos aún animados, dejando atrás risas, conversaciones y miradas curiosas.
Al otro lado, Rowena los vio salir. No supo decir por qué, pero sintió un leve alivio. Como si, de repente, el aire del salón volviera a circular.
Livia, por su parte, se agitaba de un lado a otro, ya con un plan en mente. Iba a pedirle a su madre que la presentara, tal vez incluso a Lady Cassandra, que parecía encantada con el exotismo de aquel primo del duque. Pero cuando finalmente se decidió, se giró justo a tiempo de ver el cortejo de chaquetas oscuras alejarse por la entrada principal. La sonrisa se le congeló en el rostro.
— ¿Se fueron? — preguntó a Eloise, en un tono de incredulidad.
— Parece que sí — respondió la amiga, encogiéndose de hombros. — Quizá estén cansados. O tengan lugares más interesantes donde estar.
Livia apretó los dedos contra el abanico, frustrada, sin ocultar el disgusto. Rowena desvió la mirada — y, por primera vez esa noche, tuvo ganas de sonreír.