El Cortejo de Kalinaj

Nueva Orión

Era verdaderamente Nueva Orión la estrella brillante que se movía en el horizonte más allá de los picos de las montañas meridionales, allá en las tierras libres de la región de Zurdám. El progreso, la libertad, la hermandad y el compañerismo se respiraban en las calles embalsamadas en el perfume de las flores en los jardines y en los cabellos de las mujeres felices que pululaban por las plazas, las tiendas y los mercados, con la cesta, un hombre o un hijo de la mano. En un verano como ese verano, el mismo sol parecía quedarse acostado sobre la Avenida Diagonal, la calle ancha que seguía al Bruina, el caudaloso río que serpenteaba manso, casi al trote, por el Gran Canal desde el Noroeste hasta el Sureste de la ciudad.

En cualquier tarde como aquella tarde, podía ver uno a los niños jugueteando a las orillas del río mientras sus madres y las criadas se encontraban para compartir una tarde de alegre faena, mezclando el olor al agua corriente con el aroma fresco del jabón con el que fregaban la ropa en aquellos remansos que se formaban entre algunas rocas grandes que adornaban la orilla de forma parecida a la que las montañas adornaba el paisaje a lo lejos. En toda tarde como aquella se ponían a discutir sobre las últimas habladurías que recorrían las bocas. Quién ganaría la denominada Guerra de las Rosas, las últimas canciones de los bardos, los preparativos para una próxima boda o el servicio en la ceremonia fúnebre de algún alegre anciano al que sus rollizos nietos habían sepultado eran los temas que dominaban las conversaciones durante las primeras horas de la tarde.

—No, vecina, no así, le dije. Si sigue fregando contra la piedra con tanto denuedo, más pronto que tarde deberá ponerse a surcir esas rodillas.

—Ah, el hilo sobra, buena señora. Sobra como la mugre.

—Buena oferta dio el hilandero hace semana y media, ¿no? ¿usted también la aprovechó?

—Ciertamente, buena señora. El señor Avenaguel me dio los dineros para las compras de la despensa e hice alcanzar para comprar todo, más ocho madejas de esas bonitas, de esas grandes, de esas con los colores bien vivos.

—¡Que mujer tan inteligente! ¡Contigo, Avenaguel salió bendecido! —La mujer miró con descarado reproche a su sierva, que restregaba con esmero una diminuta camisola mientras vigilaba que la dueña de la prenda no se alejara mucho con sus andares patosos-. No me extraña entonces que te confíe a ti el dinero. Ah, ya desearía yo tener a alguna en quien confiar así.

—Es que le sirvo durante muchos años, buena señora, muchísimo antes de mudarnos a la Orión. 

—Nueva Orión —corrigió la buena señora con una mirada maternal.

—No, buena señora, nosotros también vivíamos en la que se quemó.

Y rio la señora una carcajada larga como la que reía todas las tardes como esa tarde, y rio también la criada, aunque con pena, porque en el incendio había perdido un hijo. Y a las dos les dejó la risa con las blancas mejillas enrojecidas, la una por el sonrojo de la alegría y la otra por el esfuerzo de una labor bien realizada mezclada con el rubor, un arrebol leve, de la vergüenza de haber sido la burla de alguien ahogada al fondo del pecho. Y así, más allá, a lo largo del canal, las señoras y las criadas se arrebolaban, trabajaban y vigilaban y todo estaba envuelto en la firme certeza de la rutina, la firme certeza de que el siguiente día sería igual de tranquilo.

Marcaba más tarde la hora de marcharse la aparición de la primera negra, siempre la misma. Puntual como la luna. Con el cesto de ropa bajo el brazo y una sonrisa tranquila. Con una cría con la piel igual de oscura jugando al escondite entre sus faldas. Con las piedritas de colores adornándole las mil trenzas, despidiendo al sol que se marchaba entre las nubes, dejando una tibieza placentera como abrazo de amante.

La negra sonreía cuando le saludaban las otras, contestaba a las preguntas con un lenguaje trabajado para quitarle todo rastro de acento y de pasado, y recomendaba una que otra cosa siempre con la misma deferencia. Un día una receta de cocina, otro día la llegada de un músico nuevo a la ciudad, otro día una rebaja en la tienda del hilandero, del verdulero, del talabartero, o del hombre que armaba juguetitos de fierro con movimiento automático, allá en el taller del norte, al lado de la pesada puerta por la que se había ido el último rey. Luego las observaba marcharse. Despidiéndose con cortesía. Todas juntas. Señoras y criadas y su pequeña prole. Todas hacia el puente de piedra que se alzaba sobre el agua. La negra quería creer que el puente las unía, a las dos ciudades que formaban Nueva Orión. Y lo hacía. Como la puesta de sol une el día y la noche.

Unos minutos más tarde, se recreaba a orillas del río una escena similar a la que el sol había bañado. Sin embargo, habían muchos menos niños y eran mayores, y la mayoría se dedicaba a escuchar las conversas de las adultas mientras asistían en la tarea, todos serios y expectantes.

Sus madres a veces cantaban, cuando estaban felices. Otras veces solo contaban historias de las viejas tierras, sobre unos dioses y unos héroes que les sonaban extranjeros y exóticos en aquel lugar de murallas tan altas. Les costaba imaginar a los Retornados, hombres que partían en busca de la sangre divina allá en las entrañas inertes del desierto, volviendo a casa con los ojos ciegos, quemados por el reflejo del sol sobre la arena blanca. Les costaba creer que los animales hablaran, que tuvieran entre ellos más intrigas que las vecinas gemelas que se disputaban a un mismo marido, o que el marido que no sabía que eran dos. Les costaba ver al río como otra cosa que no fuera agua, no podían creer cuando las más viejas aseguraban que en ese mismo río, más al sur, habían hablado con el espíritu de sus maridos que habían muerto en una guerra cuyo nombre nunca existió. Les parecía peligroso el fuego, esa extraña luminiscencia que alumbraba los ojos de sus madres y abuelas, y que pronto era apagada por el paño de unas lágrimas que nunca llegaban a correr. Pero que bailaban en las pestañas, traviesas.



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En el texto hay: sociedad dura, conflictos sociales, combates epicos

Editado: 27.10.2019

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