-Al bastardo te lo jodiste bien, moruk, le diste como a tu puta parienta- concluyó Bornos, terminando con ello su descripción pormenorizada de la pelea.
Así como lograba hacerse oír sobre el ruido del gentío, Bornos tenía la costumbre de resaltar en el silencio y la moderación de sitios más refinados, donde sus coloridas elecciones lingüísticas levantaban más de una ceja. Por fortuna no se hallaban en un lugar muy diferente a la arena.
Y Kelsen hacía mucho que se había callado, cejando sus lastimeros intentos de pedirle al hombre mesura, pasando a juguetear incómodo con la pipa en los labios, vacía y apagada, decorativa. Aparte de a él, nadie más parecía siquiera fijarse. En la zona se hallaban otros siete fumaderos por entre el resto de establecimientos basura que ofrecían sobre las yerbas otros menesteres igual de acuciantes como la comida, la bebida y el sexo, sin embargo, Ehogan y Kelsen frecuentaban la Caléndula, un edificio bajo, de apenas una planta, cuyas dimensiones daban la impresión de hallarse en un corredor largo y estrecho en cuyo se hubieran dispuesto un puñado de alfombras y otro de almohadones. Primaban distintos tonos de naranja y ocre sobre otros tantos colores dispares que no hacían juego con nada, ni lo pretendían. Las paredes blancuzcas presentaban una cenefa floreada hecha por un "artista" al que era generoso describir como desinspirado. El trago se servía en unos sencillos jarros metálicos abollados y la ceniza se dejaba caer sobre las alfombras más que sobre los pequeños platos cuadrados que eran dejados para eso.
Ehogan estaba disperso. Recreado en el humo que dejaba salir por entre los labios, por sus formas danzantes, ascendentes, cónicas, efímeras. Tenía la boca amarga por herencia de las hierbas analgésicas. El regusto que dejaban para la lengua y la garganta parecía ser lo que aliviaba en realidad el dolor, impidiéndole concentrarse mucho en las heridas, distrayéndole con su pringosa horripilancia del centenar de cortes y verdugones que le surcaban la carne.
Se tendían los tres sobre los más mullidos almohadones dejados sobre un suelo alfombrado. Les atendían unas mozuelas preciosas de ojos muertos, unas muñecas serviciales que se dejaban tirar sobre las plumas enteladas y abrían solas las piernas, entrenadas a golpes para gemir quedo, al oído, como un secreto, entregando una especie de privacidad ilusoria. Ehogan no les prestaba atención. No porque no fuera hombre y, como todos, un animal, sino porque el cuerpo le exigía una especie de contacto que aquellas mujeres desconocidas no podían darle, un toque más familiar, más cariñoso, menos forzado. Además, todo le dolía. Las manos, las piernas, la espalda y la conciencia a la que le había agregado suficiente peso para una sola noche.
Bornos parecía más interesado. Tomó a una muchacha por la muñeca y la sentó a su lado, sobre la alfombra. Ella cayó con un gritito agudo, sorprendido, derramando sobre el anunciador el contenido de una batea pequeña de madera en la que ofrecía alcohol barato paseándose por entre los corrillos.
-Ah, mala bestia -se rió Bornos- me lo vas a limpiar con la maldita boca.
La muchacha se estremeció, poniéndose de rodillas al tiempo que se disculpaba en voz baja. Ehogan se aclaró la garganta.
-Ahórrate el disgusto, mujer -soltó en medio de una nube de humo-. Ahórranos a todos el disgusto.
Bornos se encabritó. Sujetó a la muchacha de la muñeca, deteniéndola en sus prisas por esfumarse.
-¡Eh! ¡Que he pagado...!
-Por el trago, las hierbas y las almohadas. A ella ni un duro le has largado.
El hombre entornó los ojillos ratoniles, aún más rojos y más brillantes bajo la luz mortecina de los candiles.
-¿Vos me la vas a limpiar, moruk?
Ehogan se encogió de hombros e hizo amague de incorporarse.
Siendo sabio, Bornos cortó por lo sano, dejando ir a la muchacha y volviendo a acomodarse en su lecho.
-Eso me lo saco yo por fumar con puritanos.
-Y que lo digas -dijo al fin Kelsen, cuya tensión podía olerse incluso entre todo aquel humo.
Ehogan sabía que a su hermano le indignaba la forma en la que eran tratadas las mujeres de aquel sitio, y también sabía que era demasiado lento para frenar cualquier maltrato, demasiado propenso a dudar. A él no le importaba. A todos les tocaba ensuciarse de algún modo, ese solo era un modo más. Pero también quería ahorrarle a Kelsen el disgusto. Fumaron en silencio durante unos instantes y ordenaron un par de rondas más, cruzándose Ehogan y Bornos idénticas miradas de desprecio declarado.
-Sí -dijo Bornos de repente- sí. Creí por un momento que te tenían bien trincado por el pescuezo.
Levantó el vaso vacío, como si brindara y lo agitó en el aire, al lado de la cabeza.
-Se nos ha acabado el orujo -anunció.
-¡Vaya un jodido clarividente que estás hecho! -Ehogan rió entre dientes.
Kelsen rió también, dejando a un lado la pipa intacta, acomodándose los cabellos con los dedos de las manos. El anunciador rió también, aunque con una pizca de amargura.