El Costo de un Paraiso Prestado

Capitulo 2

​📸El Precio de un Paraíso Arrugado

Renata Velasco

​La toalla de baño olía a humedad y a detergente barato, un aroma que hacía que mi nariz se arrugara instintivamente. En Sterling Hall, el jabón era de lavanda y los albornoces, de algodón egipcio. Aquí, en México, en mi "casa", era solo una obligación.

​Me paré frente al espejo de pared agrietado del baño, que solo mostraba la mitad de mi rostro. No hacía falta verse completo para saber que mi cuerpo era un mapa recién dibujado de tonos morados.

Un moretón amarillento en la parte interior del brazo. Una mancha verdosa justo debajo de mi clavícula. Eran obra de Alejandro y Victoria, mis adorables mellizos, mis medios hermanos, mis carceleros de catorce años. No eran peleas de niños; eran actos de poder puro. Yo era la intrusa, y ellos se aseguraban de cobrarme la factura en carne propia.

​Si me defendía, el castigo era peor. No de ellos. De mi padrastro y de mi madre. Yo no podía defenderme si no quería una paliza peor. La regla era simple y brutal.

Mañana es Nochebuena, 24 de diciembre. Pasado mañana, cumplo dieciocho años. No es una fecha feliz. Es solo la edad en que la gente espera que te conviertas en un adulto funcional, lo que aquí, en este caos, significa una sirvienta a tiempo completo, lo que ya soy.

​Mi madre, en su sabiduría infinita, me había desterrado a casa de la vecina.

Doña Chelo está terminando los tamales, Renata. Ve y ayúdala. Y no regreses hasta que todo esté listo. Necesito tiempo de calidad con mis hijos.

Mis hijos. Los mellizos. Yo solo era un apéndice costoso.

Doña Chelo, una mujer robusta y de ojos amables, me sonrió por encima de un volcán humeante de masa de maíz.

​—Qué bien lo haces, mija, —me dijo, mientras yo envolvía la mezcla de puerco en las hojas. —Solo te lo expliqué una vez. Eres muy inteligente. ¿Ya pensaste qué estudiarás en la universidad?.

​Me quedé en silencio, observando el arte de doblar un tamal a la perfección.

​—No sé si podré estudiar, Doña Chelo, —dije, casi en un susurro. La frase me sonó extraña, como si hablara de otra persona.

​—Doña Chelo se detuvo, me miró como si me hubiera crecido una segunda cabeza. —¿Cómo que no sabes, mija? Tus padres son extraños, eso sí, pero te tenían en ese internado que cuesta un ojo de la cara. No creo que no tengan para mandarte a la universidad.

Yo solo sonreí, una sonrisa pequeña y hueca que no llegó a mis ojos.

Flashback. La cocina de nuestra casa, hace unos dias.

​—Mamá, ahora que me gradúe, ¿hay posibilidades de… de la universidad?

​—¡Pah!

​El sonido de la bofetada todavía me ardía en la mejilla.

​—Mira, inútil. ¿Crees que voy a poner un peso en esa estupidez? Agradece que lograste graduarte de la escuela. Se acabó el gasto.

Fin del recuerdo.

Seguí haciendo tamales, pozole, y todo lo que un festejo mexicano de Nochebuena exige. Doña Chelo parloteaba sobre sus nietos, y yo asentía, agradecida por el peso de las manos que trabajaban. El mundo de Sterling Hall parecía un sueño de ciencia ficción.

La Nochebuena Vacía

​Regresé a casa cerca de la medianoche. Hice tres viajes con ollas y cazuelas. La casa estaba a oscuras. Mi madre, mi padrastro y los mellizos ya dormían, dejando los rastros de su día perfecto en la sala: envolturas de regalos, vasos vacíos y cojines tirados.

​Acomodé todo en la cocina en silencio. Luego, me dirigí a mi pequeño refugio: la bodega-cuarto. Apenas cabía la cama individual y un escritorio viejo. Me desplomé. El sueño me tragó antes de que pudiera pensar en cepillarme los dientes. Un asco, sí, pero el agotamiento ganaba.

​La mañana del 24 me despertó la furia.

—"¡Oye, niña de oro! ¡Levántate! ¡No seas floja! ¡Haznos el desayuno! —El puñetazo en la puerta era cortesía de Alejandro.

—Me levanté. Les abrí la puerta, con la cara todavía arrugada por el sueño. —Ya voy. Me lavo la cara primero.

Me pusieron malas caras, pero se fueron, dándome unos minutos de paz para llegar al baño. Me lavé los dientes, sintiendo el aliento rancio de la noche anterior.

​Bajé e hice los chilaquiles, mi plato de penitencia. Yo no tenía permitido comer con ellos; solo comía lo que sobraba, y siempre en la cocina. Dejé los platos humeantes en la mesa, listos para la realeza, y me di la vuelta para refugiarme.

​—Renata, ven a la sala, — me llamó la voz fría de mi madre.

​Me acerqué. Ella estaba vestida, lista para su día de celebración. Me tendió un fajo de billetes y una lista arrugada.

—Ten. Necesito que vayas de compras. Compra todo lo que está en esta lista, y pide factura. Este es el dinero.

No me dio un abrazo de Nochebuena. No me preguntó por los tamales. Me usó como mensajera, como siempre. Luego, sin más, se dirigió a la cocina a desayunar con sus preciosos hijos.

​Tomé la lista, el dinero (una cantidad significativa, me di cuenta) y subí a mi bodega-cuarto. Esperaría. Esperaría a que todos se fueran a sus "compromisos navideños". Luego, yo desayunaría, me bañaría, y saldría a hacer los mandados.

​Pero mientras miraba la lista y el fajo de billetes, la pregunta de Doña Chelo regresó, martillando en mi cabeza: Si no tienen para la universidad, ¿de dónde salió el dinero para Sterling Hall?

​​

🏃‍♀ Desconocida

El peso de las bolsas me estaba matando. La lista de compras de mi madre, a pesar de ser para una cena familiar sencilla, estaba repleta de marcas caras y productos gourmet. Los huevos de la gallina más feliz del mundo, el vino añejo, el queso importado. Marcas que gritaban "somos ricos" a los ojos de Doña Chelo, pero que parecían una burla macabra en nuestra cocina.

​No pude tomar un taxi. Si tomaba dinero de más de los billetes, si me tocaba dar cambio y la factura no cuadraba al céntimo, mi madre me daría una paliza. Así que me tocó caminar, y el peso de las compras a lo largo de las calles llenas de ruido y gente apurada.



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Editado: 25.10.2025

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