Una sonrisa de éxtasis se dibujó en mis labios, casi imperceptiblemente. Estaba celebrando la Nochebuena con mi familia política, y todo estaba saliendo perfecto. La cena, las luces, el amor empalagoso. Lo mejor de todo es que, a las cuatro de la mañana, Miranda podría llevarse al estorbo de Renata.
A veces me preguntaba por qué no decidí abortarla. Es la viva imagen de su padre. Y a ambos los odio. Odio el recuerdo que trae.
Solo esperaba que Miranda la desapareciera para siempre, y que el dolor de su padre al enterarse lo consumiera. Que sufriera tanto al punto de morir. La idea de esa venganza, cocinándose a fuego lento durante dieciocho años, me excitaba al punto de la euforia.
Los mellizos, Alejandro y Victoria, disfrutaban con sus primos. Mi esposo, Patricio, estaba entretenido con sus hermanos. Yo jugaba mi papel de anfitriona perfecta con mi suegra y mi cuñada.
—¿Por qué no trajiste a Renata, Elvira?— preguntó mi cuñada, Fátima.
El nerviosismo me tensó un instante. Puse mi mejor cara de resignación. —No quiso venir,— dije, con un suspiro. —Prefirió quedarse en casa.
—Es extraño, —dijo Fátima, su tono demasiado inquisitivo. —Siempre estás tratando mal a Renata, diciendo que es mala, que hace cosas horribles. Pero nunca la he visto hacer algo malo. Siempre hace lo que uno le pide. ¿Estás segura que ella hace todas las cosas que dices?
—No tendría por qué mentir,— respondí, mi voz temblorosa.
Mi suegra, la vieja Raquel, intervino: —Sí, Elvira. Siempre dices que nos odia y habla de nosotros, pero yo nunca he visto malicia. A veces he intentado hablarle, pero pareciera que nos tuviera miedo en vez de odio.
¡Basta! Estaba harta de esta conversación. ¡Esa escuincla inútil no merecía ni que sintieran lástima! Necesita sufrir.
—¡Suegra, todo lo que dije es cierto!— Hice como que la voz se me quebraba, forzando las lágrimas. —Ella siempre dice cosas horribles sobre todos ustedes, porque no quiere a Patricio... ella es una manipuladora experta. No tienen idea lo que me ha costado disciplinarla. A ella no le gusta que ustedes le dirijan la palabra; no es que tenga miedo, es que lo hace a propósito. ¡Todos estamos tensos cuando estamos en casa por su culpa!
—Raquel me miró con desconfianza. —Y si es verdad todo eso,—dijo con una duda que me enfureció. —¿Por qué sigue viviendo contigo? ¿Por qué no la mandaste a una correccional o algo así con todo lo que dices que ha hecho?
Me tensé, pero me relajé en un segundo. Tenía la coartada perfecta.
—Es que, sea como sea, es mi hija. No tendría el corazón para hacer eso,— dije, poniéndome más lastimera. Mi cuñada alzó una ceja.
—¿Pero sí tuviste el corazón para mandarla a los cinco años a un internado a Estados Unidos?
—Di el golpe final, sollozando de mentira: —Lo hice por su bien. Esa escuela ya estaba pagada para que ella pudiera estudiar ahí. No podía dejar que se desperdiciara. Fue lo único que le dejó su padre. Así que no tuve el corazón para quitarle eso."
Raquel y Fátima se miraron entre ellas, pero no dijeron nada más. Silencio. Gané.
---A las siete de la mañana, la celebración terminó. Nos deseamos una Feliz Navidad con besos y abrazos forzados.
Volví a casa, eufórica. Ya no encontraría a ese estorbo. Me sentía radiante. Los mellizos estaban emocionados por llegar y abrir sus regalos.
Llegamos a la casa y bajamos del auto. Abrimos la puerta. Alejandro entró primero y gritó: —¡Estorbo! ¡Ya llegamos! ¡Ven a hacerme un aperitivo!
No hubo respuesta. Los mellizos fueron directos al cuarto de Renata.
Patricio y yo nos dirigimos a nuestra habitación. Abrimos la puerta y nos quedamos congelados en el umbral.
La habitación estaba destruida. Muebles volcados, la ropa hecha pedazos, el colchón cortado. Un completo caos.
—¡Voy a matar a tu hija!—rugió Patricio. Salió de la habitación, dirigiéndose a buscar a Renata.
Yo me quedé parada, aturdida. Miranda hizo esto para despistar, pensé. ¡Pero nunca quedamos en esto! ¡Se suponía que ella iba a fingir que Renata escapó!
Escuché los gritos y llantos de mis hijos y los insultos de Patricio. Fui a donde estaban y vi lo mismo: las habitaciones de los mellizos, destrozadas.
—¡Mamá!—gritó Victoria. —¡Mira todo esto!
Me dirigí al cuarto de Renata. Estaba en orden. Intacto.
—¿¡Pero qué mierda hiciste, Miranda!?—dije para mi misma.
Patricio regresó, lívido. —¡Más vale que tu hija no regrese, Elvira, porque si no, yo mismo la mato!— Salió de la casa y un segundo después escuché su auto irse a toda velocidad.
Necesitaba una explicación. Miranda me debía una.
Fui a lo que quedaba de mi recámara. Subí al armario, busqué la caja de latón. La abrí. Busqué el teléfono. Lo encendí.
Los mensajes de Miranda entraron como misiles.
Miranda: Elvira, Renata no está aquí y tu casa es un completo desastre. ¿Te la llevaste contigo? ¿Por qué no me dijiste? ¡Ese no era el plan!
Miranda: Oye, necesitamos hacer hoy el trabajo. Ya todo está listo. ¡Responde!
Miranda: Llámame cuando puedas. Tienes que decirme si te arrepentiste. Y si lo hiciste, ¿por qué no me avisaste?
Me quedé helada. Si Miranda no hizo esto, ¿entonces quién fue? Y si Miranda no tiene a Renata, ¿qué se hizo?
Llamé a Miranda. Contestó al primer tono.
—Elvira!— gritó. —¡¿Por qué no me dijiste que te arrepentiste?! ¡Nunca pensé que serías una cobarde! ¡Siempre hablaste de deshacerte de ese estorbo y ahora me sales con esto!.
—¡Que no me arrepentí!— le grité. —La dejé en casa como acordamos. ¡Pensé que tú habías hecho este desastre!