🔬La Prueba de Sangre y las Pantuflas de Conejo
Renata
Estaba dormida, hundida en el colchón, pero a lo lejos escuché un golpe suave. A medida que despertaba, las voces se hicieron más claras, flotando en el lujo de mi nueva habitación.
—Despiértala tú,— dijo una voz.
—No quiero,—respondió la otra. —Se ve cómoda dormida. Tal vez no durmió bien. ¿Y si la dejamos dormir un rato más?
—Papá la necesita despierta para la prueba. Tenemos que despertarla.
Abrí los ojos. Los enfoqué. Eran Fabio y Dario quienes hablaban.
—Ya no será necesario,—les dije, ya sentada en la cama. —Ya me despertaron.
—Los dos se sobresaltaron. Dario, el más dulce de los dos, me sonrió. —¿Crees que puedes bajar? El doctor está aquí.
—Sí, claro, los sigo,— dije, bajando mis pies desnudos.
Cuando empecé a caminar descalza, Fabio me detuvo.
—¿Aún estás descalza? Déjame buscarte algo.
Fue al armario y sacó unas pantuflas de conejos rosadas. Eran ridículamente tiernas. Yo me acerqué a tomarlas, pero él no me las dio.
—Siéntate,—me dijo con autoridad.
Me estremecí, pero lo hice. Él se agachó y, con sumo cuidado, me las puso en los pies. Sentí una vergüenza profunda; era demasiado íntimo, demasiado cuidado.
—Gracias,—susurré.
No dijo nada. Comenzó a caminar, Dario lo siguió, y yo caminé detrás de ellos, mis pies acolchados por el peluche de conejo.
Llegamos a un gran salón que no había visto antes. Las paredes estaban cubiertas de cuadros de los sies, y al fondo, el retrato enorme de una mujer hermosa que debía ser la madre de ellos. El sofá era gigantesco, con capacidad para al menos veinte personas.
En él estaban mi supuesto padre, los cuatro hermanos restantes, y un hombre con bata blanca que, evidentemente, era el doctor.
—Renata, ven por aquí, siéntate,— dijo Alejandro Mancini, poniéndose de pie. Se sentó a mi lado.
—Este es el doctor de nuestra familia. Se llama Domenico Rossi.
—Mucho gusto,—le dije, forzando una sonrisa.
—El gusto es mío, Señorita,— me respondió él.
—Bien, comencemos,—dijo Alejandro.
El doctor sacó unas cosas, me pidió que abriera la boca, y realizó todo el procedimiento. Luego hizo lo mismo con Alessandro.
Cuando terminó, Luca, el hermano mayor, le dijo al doctor que si podía revisar mis pies y que si me podía hacer análisis para ver que todo estuviera bien.
El doctor asintió. Me revisó los pies: —Solo es piel sensible y un poco de inflamación. Necesitas usar zapatos muy suaves por el momento.— Me dio una pomada. Luego me sacó sangre. Terminamos.
El doctor se fue, y un silencio extraño llenó la sala.
—Vamos a cenar,—dijo Alejandro. —La cena está lista. Vamos.
Todos comenzaron a salir. Me quedé en el sofá, paralizada.
—¿Qué pasa?— me preguntó Stefano. —¿No tienes hambre? ¿Por qué no vienes?
—Me asombré. Les pregunté: —¿Yo también puedo sentarme con ustedes?
Me miraron como si hubiera preguntado algo totalmente ilógico. Alejandro regresó de inmediato.
—Claro que sí. Eres mi hija. Eres nuestra familia. ¿Dónde más comerías si no es con nosotros?
—Oh,—dije, volviendo a la normalidad de mi infierno pasado. —Pensé que me mandarían a la cocina a comer después que ustedes comieran.
Alejandro puso una cara de querer asesinar a alguien, pero suspiró y se calmó, conteniendo una furia que no era para mí.
—No,—me dijo, su voz firme. —Jamás pasará eso. Eres mi sangre, mi hija. Si es por decisión propia no comer con nosotros, lo entiendo. Pero nadie tiene el derecho de pedirte esas cosas.
—Oh,— volví a decir, sin saber qué más decir.
Me puse de pie. Todos comenzaron a salir en silencio.
Llegamos al comedor. Era una mesa enorme para doce personas. Esta casa no dejaba de sorprenderme. Me sentía como una plebeya entrando a un castillo.
Tres mujeres con uniforme y Silvana entraron, poniendo la mesa. La comida se veía deliciosa: lasaña clásica, Saltimbocca (ternera con jamón y salvia) y una ensalada fresca con Mozzarella.
—Buen provecho,—dijo Alejandro, y todos comenzaron a servirse.
Yo tomé un poco de pasta y una croqueta. Estaba delicioso, pero solo comí un poquito y me sentí llena. Me comí la croqueta y tomé agua. No me había fijado en que todos me estaban observando.
—¿Por qué comes tan poco?—me preguntó Giovanni. —¿Estás a dieta?
—No,—le dije, sonrojándome. —Es que ya me llené.
—Está bien. Si ya no quieres comer, no te preocupes,—dijo Alejandro, con suavidad. —Pero si luego te da hambre, no dudes en pedirla en la cocina.
—Gracias,— le dije, viendo el plato medio lleno con ganas de llorar.
—¿Cuándo estarán listos los resultados?—le pregunté a mi padre, sin levantar la cabeza.
—Estarán listos mañana en la mañana. Así que si quieres, puedes ir a descansar.
—Permiso,—dije.
Me levanté y me dirigí a mi habitación, y allí, me permití llorar. Todo esto se sentía tan cálido. Aparte de mis amigos, nunca nadie me había hecho sentir así.
Después de llorar a moco tendido, decidí tomar una ducha. Estuve una hora en la tina. Luego me dirigí al closet y encontré una pijama rosa que me quedaba enorme, pero era cómoda. Sequí mi cabello con el secador, y me acosté. En minutos, me quedé dormida.
🎂Veneno
Renata
Me desperté a las cuatro de la mañana. No sabía por qué tenía tanto sueño. Me sentía débil y cansada. ¿Será el cambio de horario? Me pregunté, pero no pude volver a dormir.
Así que me quedé en la cama, viendo videos graciosos en mi teléfono.
Escuché que tocaron a la puerta. Vi la hora: las siete de la mañana.
—Me dirigí a la puerta y la abrí. La señora Silvana estaba allí. Le sonreí. —Buenos días, Doña Silvana.