Mi vista se posó de nuevo en su reloj, en su muñeca izquierda, en el vidrio quebrado; el ambiente se tornó incómodo.
—Gracias —sonreí mientras dejaba la caja a un lado.
—Tengo un par de cosas que explicarte —hizo una pausa al abrir la carpeta, dejó a un lado el sobre y sostuvo los papeles en su mano—. Por favor, no te asustes —pidió.
Me acomodé en el asiento en el cual me encontraba, sentí como la incertidumbre me empezó a consumir por dentro, recordé la conversación que habíamos tenido, ir a casa, o a otro lugar.
—Desde que estás aquí —empezó a revisar los papeles, pasando lentamente de uno en uno—, estoy seguro de que tienes muchas preguntas sobre este lugar, quiénes somos, qué hacemos, sobre las personas de las celdas.
El tono de voz de Nixon disminuyó y me quedé expectante mientras esperaba a que continuara.
Suspiró mientras me ofrecía una de las hojas; lo miré extrañado y recibí el papel con dudas. Sentí cómo el aire abandonaba mis pulmones; cada dato que rellenaba la hoja me aterraba.
No, no.
Mi zapato empezó a golpear el suelo en repetidas ocasiones.
En esa hoja de papel, la información que la llenaba era mía.
—¿Por qué tienes información sobre mí? —mi voz sonó temblorosa.
Pase mi vista repetidas ocasiones por las letras de la hoja, no entendía lo que decía, pero la foto era mia.
Soltó un suspiro cansado y su mano derecha despeinó su cabello.
—No quise... —dijo.
Fue entonces cuando se agachó un poco y pude notarlo: en su cuello había una delgada cadena de plata, aparentemente. Esta cadena tenía un anillo. Agaché la cabeza y dejé de mirarlo; mi mano inconscientemente fue al dedo índice y anular en mi mano izquierda. Allí seguía el anillo color negro que me había entregado. Me fijé en los símbolos en otro idioma. ¿Qué significaba? Algo no cuadraba. ¿Era ese el gemelo del anillo? Aunque tal vez fuera tan solo una impresión mia.
—Esto también es difícil para mí —frunció el ceño y me arrebató la hoja de papel—. No tienes ni idea de todo lo que tengo que explicarte sin sonar como un maniático —se quejó mientras volvía a acomodarse en el sofá, dejó de lado la hoja y se quedó en silencio por unos segundos, manteniendo la mirada puesta en mí—. ¿No te has preguntado por qué no estás en una de esas celdas? ¿No te has hecho esa pregunta en ningún momento?
Trague saliva, la pregunta en varios momentos había cruzado mis pensamientos, era algo que evitaba pensar a menudo, terminar como esas personas de las celdas, como aquellos niños aterrados y con la incertidumbre de que les harán. Desvío la mirada, evitando responder, lo escuche suspirar de nuevo ante mi negativa de hablar, entrelace las manos en mi regazo, y mantuve la mirada en él.
—Basta con que mires a tu alrededor para notar que nosotros, nunca seriamos como tú —su expresión reflejaba seriedad—. Un humano.
Lo sabía.
—No sé para ti qué tan aparente sea a simple vista —alargó sus palabras con pausas, su mano derecha fue a su reloj y lo movió un poco; algo no quería contarme—. Todos aquí son como yo.
Lo miré extrañada y lo oí susurrarse a sí mismo un “Esto es más difícil de lo que parece”. Levantó la mirada y me mostró una sonrisa a medias. Se levantó, recogió los papeles de la mesa, los guardó en el sobre y me ofreció su mano.
—¿Qué te parece si damos un paseo? —anunció.
Acepté su oferta, entrelazando nuestras manos. Al salir, empezamos a recorrer los pasillos de la nave. No dijo una sola palabra en todo el camino. Se veía estresado, y lo notaba en la forma en que sus manos me apretaban de vez en cuando.