El crepúsculo del emperador

Capitulo 00029 Ira

El aire del puerto olía a metal caliente y fuego. Las islas flotantes formaban un laberinto suspendido, conectadas por puentes de acero y plataformas que vibraban bajo el zumbido de las naves preparándose para el salto dimensional. Abajo, a cientos de metros, se extendía un vacío de escombros flotantes y fragmentos de estructuras antiguas. Por encima, el cielo era un remolino constante de los portales en funcionamiento que iluminaban en cielo.

Nixon caminaba un par de pasos detrás de Hicks. Se ajustó el collar alto del traje de combate, Su traje de escolta había cambiado. El elegante atuendo que había llevado en la nave, y en el palacio quedó atrás, reemplazado por el uniforme de combate: negro, reforzado, con el símbolo del Imperio en el pecho, se adaptaba a cada movimiento de sus músculos tensos. Se había cambiado por algo más práctico cuando bajaron de la nave, a pedido de Hicks. Quizás, porque el Emperador ya anticipaba el tipo de reunión que tendrían.

Hicks caminaba delante de él, el sonido de sus botas repicando sobre el metal de la pasarela. Ya no vestía el traje negro diplomático de horas atrás.

Había optado por el uniforme de operaciones: negro, sin insignias visibles, salvo el broche de plata que sujetaba la capa corta a su hombro. Su perfil recortado bajo la luz rojiza de los faroles parecía más una sombra que un hombre.

Detrás de Nixon, otros guardias marchaban en formación, atentos a cualquier movimiento sospechoso. Sin embargo, Nixon sabía que no estaban allí para proteger a Hicks. No era necesario. Estaban allí para asegurarse de que nadie se interpusiera en lo que el Emperador decidiera hacer.

—Qué patético es este lugar —murmuró Hicks, sin volver la vista.

—El puerto sigue funcionando —respondió Nixon con sequedad—. Es lo único que importa ahora.

Hicks hizo un sonido de aprobación. Su mirada se dirigió al frente, donde un grupo de hombres esperaba al borde del muelle 17.

El más alto se adelantó.

Su rostro era una máscara de cicatrices y ojos mecánicos que brillaban con una luz interna azulada. Su ropa era la de un comerciante de alto rango, con un abrigo largo con múltiples insignias de mercados clandestinos y, cuando sonrió, mostró dientes afilados, aunque su brazo derecho estaba cubierto por un exoesqueleto de combate.

El traficante.

—Bienvenido a Kalhein, Emperador Hicks —saludó el hombre, haciendo una reverencia breve pero protocolar—. Siempre es un honor recibirlo.

—Ahorra tus formalidades, Salkyr —respondió Hicks, su voz baja, serena—. Quiero información.

—Y, como siempre, la tengo, señor.

Salkyr hizo un gesto con la mano y las compuertas detrás de él se abrieron. Nixon apenas disimuló la mueca de desagrado cuando vio el contenido: jaulas llenas de humanos. Algunos apenas conscientes, otros gritando en idiomas desconocidos. Todos marcados con el símbolo de los cautivos de tráfico interdimensional. Un recordatorio cruel de lo que se intercambiaba en ese lugar.

—Nuestros cazadores están ampliando la red —explicó Salkyr con naturalidad, como si hablara de ganado—. Muchos vienen de mundos que aún no figuran en los mapas. Humanos primitivos, algunos con habilidades innatas que podrían interesarle, Emperador.

Nixon tensó la mandíbula, pero no dijo nada. Su mano reposaba en el mango del arma, aunque no por precaución. El movimiento era reflejo de una rabia contenida.

Hicks asintió sin mirar las jaulas.

—No me interesan los desperdicios, Salkyr. Solo lo que pedí.

El traficante inclinó la cabeza.

El traficante hizo un gesto a uno de sus ayudantes, quien le entregó un dispositivo de datos. Lo encendió y proyectó una serie de imágenes y documentos en el aire, frente a Hicks.

—Tu pedido sobre la humana —empezó Salkyr—. No ha sido fácil rastrear a alguien de su mundo, pero descubrimos algunas cosas curiosas.

Salkyr sonrió.

Nixon no apartó la mirada. No se movió, pero en su interior, una alarma comenzó a sonar.

Algo no estaba en orden.

Salkyr giró los documentos flotantes, paso a otra imagen. Una mujer diferente, revelando una imagen de Maya. Su rostro estaba acompañado de registros de actividad interdimensional, fluctuaciones de energía que no deberían haber existido.

—Aquí está. La humana—el hombre se encogio, soltó una baja carcajada—. No es de tu dimensión, claro. —Salkyr avanzo unos pasos, movió su brazo mecanico—, es de la misma que ella. Tu amada.

Nixon sintió un nudo en el estómago. Hicks no reaccionó, pero sus ojos centellearon con un suave brillo amarillo que Nixon conocía demasiado bien.

—Eso no es todo —continuó Salkyr, saboreando cada palabra, mientras sonreía con malicia mostrando sus dientes puntiagudos—. La chica no cayó cerca por accidente. Hay un patrón. Conexiones entre portales abiertos en momentos clave. Ella está relacionada con la perra que traicionó a tu amada.




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