El crepúsculo entre las llamas (#0.5 Un cuento oscuro)

1

Las cosas no habían cambiado demasiado desde la última vez que estuvo allí. El bosque seguía siendo espeso, el entretejido de ramas y hojas sobre su cabeza proyectaba una penumbra ligera sobre el suelo que provocaba que el ambiente a su alrededor estuviera cargado de una pesada humedad. El hecho de encontrarse a comienzos del verano ayudaba a cargar la atmósfera de esa manera tan soporífera, pero a ella le importaba más bien poco cualquier cosa que tuviera que ver con el clima de aquel lugar, en las tierras altas del mundo mortal.

Llevaba completamente inmóvil un buen rato, agachada detrás de unas rocas erosionadas por el paso del tiempo y salpicadas de musgo de diferentes tonos. Sus ojos oscuros estaban fijos en un punto delante de ella, en un claro bastante amplio entre los árboles, aparentemente vacío de nada que no fuera hierba baja y de un saludable color verde. Pero la inmortal sabía que allí había algo, oculto tras un hechizo muy antiguo. Escondido de miradas indiscretas como la suya, el poblado de las cazadoras de feéricos solo evidenciaba su presencia debido al aroma que flotaba en el aire. Un olor afrutado y espeso llenaba su nariz y le hacía fruncir el ceño con una mueca de desagrado.

Había pasado mucho tiempo desde la última vez que se había encontrado detrás la barrera de estacas de serbal de cazador, invisible, pero jamás olvidaría aquella sensación en su nariz, aquel hormigueo casi desquiciante. Mezclado con la influencia de la montaña sagrada, a unos cuantos kilómetros de distancia, la feérica tenía que poner un esfuerzo considerable de su parte para no levantarse y dar media vuelta. También había sido muchos los años que habían transcurrido desde la última vez que el hiraeth había rodeado su pecho de aquella manera tan insiste, casi asfixiante, pero tampoco eso iba a amedrentarla. Pocas cosas lo hacían en la actualidad.

La luz que se filtraba entre las ramas y las hojas sobre su cabeza comenzaba a adquirir una tonalidad rojiza cuando se levantó y quedó expuesta. Los músculos de sus piernas protestaron, pero no flaqueó cuando echó a andar hacia la fortificación. La daga de oro engalanada con joyas de diferentes colores que llevaba en la mano lanzó un destello, como un guiño hacia el bosque a su alrededor. La inmortal se movió con agilidad entre los árboles, pisando con firmeza y decisión, pero también con rapidez. Tenía que llegar delante de la barrera de estacas invisibles antes de que terminase el cambio de guardia.

No se movió en línea recta, sino que fue serpenteando entre los árboles, cambiando su trayectoria de manera imprevista, con rapidez. Habían pasado tantos años que cabía la posibilidad de que las cazadoras ya no tuvieran los mismos horarios que cuando ella estuvo viviendo detrás de la barrera de serbal de cazador durante casi medio año. Puede que ya no hicieran cambios de guardia al atardecer, pero esperaba que no fuera así y que siguieran siendo igual de previsibles que antes.

Cuando el dosel de árboles dejó de cubrirla, se detuvo. Miró hacia lo alto, hacia un punto situado a varios metros sobre el suelo, como si pudiera ver a través del escudo de invisibilidad mágico que cubría el poblado rodeado de estacas. También rezó porque no se les hubiera ocurrido hacer el muro más alto y que las centinelas que estarían ocupando sus posiciones en aquel momento, sustituyendo a las que se retiraban a descansar tras un largo día, pudieran verla allí plantada. Y que la reconociesen.

Porque estaba segura de que no la habían olvidado. Era imposible. Nadie en aquel campamento ni en ningún otro en las tierras altas olvidaría a la chiquilla sidhe que había hecho lo imposible por sacar a su gente de las entrañas de la tierra del mundo inmortal. La niña que había estado dispuesta a traer el equilibrio y la venganza para los suyos, costase lo que costase. Incluso negociar con aquellas que tenían por cometido exterminar a todas las criaturas que saliesen de la montaña y que perteneciesen a un mundo que no fuera el de arriba.

No podían haber olvidado nada de eso, por muchos años que hubieran pasado.

Pero ante la duda, la sidhe alzó la daga. No pretendía ser un gesto intimidante, ni mucho menos. Solo quería que la luz del atardecer incidiera mejor sobre ella y la hiciera más visible para quienes se encontraban al otro lado del hechizo de invisibilidad. Ese movimiento fue acompañado de una sonrisa. O más bien, de una mueca; un gesto que hizo que sus labios se replegasen sobre sus dientes y los dejasen a la vista. Sus caminos, más largos de lo normal, lo que diferenciaba a su especie de la otra con la que compartía la denominación de feéricos mayores, brillaron con un leve tono rojizo por la luz del sol moribundo. La sidhe no era consciente de ello, pero aquella iluminación hacía que pareciese que estuvieran manchados por una pátina de sangre, dándole un aspecto más bestial.

Los instantes pasaron despacio, muy, muy despacio, y nada ocurrió. Ella aguantó su posición y su gesto a pesar de que sentía que las comisuras de sus labios estaban comenzando a temblar y de que su brazo alzado empezaba a ser recorrido por pequeños y molestos calambres. La tensa espera le resultaba más agresiva y amenazante que si se hubieran puesto a lanzarle flechas o si hubieran aparecido en tropel de la nada, con las armas listas para atacarla y hacerla pedazos.

Pero ellas, las famosas cazadoras de feéricos, estaban allí, observándola con detenimiento. Podía sentir las miradas de las hijas de Morrigan clavadas en ella, evaluándola, decidiendo qué paso dar a continuación. Podía entender que el desconcierto de tenerla allí, a una feérica mayor, tan expuesta y tan al alcance de su mano de manera consciente, las hiciera reaccionar con una lentitud impropia de ellas, pero la sidhe estaba empezando a cansarse.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.