El crepúsculo entre las llamas (#0.5 Un cuento oscuro)

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El campamento apenas había cambiado desde la última vez que estuvo allí. Puede que fuera un poco más pequeño, que hubiera alguna casa menos, pero todas seguían estando hechas de madera de serbal y barro, con el mismo aspecto provisional. Los establos seguían en el mismo lugar que por aquel entonces, y el olor que desprendían, a heno y a las respiraciones cálidas de los caballos, era palpable en el aire, entremezclado con el de la madera de serbal. Las construcciones en las que habían vivido los sidhe en los meses que habían pasado detrás de los muros del campamento habían desaparecido. A Awen ese detalle no le sorprendió lo más mínimo; las sealgair podrían haberlos aprovechado, pero dudaba que ninguna de ellas hubiera querido ocuparlos. Estarían impregnados con el olor de los inmortales y seguramente les resultaría desagradable a la vez que indebido ocuparlas después de que hubieran vivido los sidhe en ellas. A Awen tampoco le habría sorprendido que hubieran escavado una nueva red de túneles bajo el campamento o que los hubieran limpiado de algún modo tras su marcha.

Awen se fijó en esos detalles deliberadamente para no pasear su mirada con demasiado detenimiento por las caras que la rodeaban. En las centinelas que se encontraban en lo alto de los muros de estacas, observándola mientras seguía a la mujer que la había recibido, a las cazadoras que se encontraban a sus espaldas, armadas, igual que todas aquellas con las que se cruzaban. Sentía sus miradas clavadas en ella, en su espalda, en su rostro, y en su cuerpo. No le dirigió una mirada directa a ninguna de ellas; solamente se limitó a hacer un barrido visual al entrar, con una sonrisa de suficiencia en su rostro, lo bastante tirante y abierta como para que las puntas de sus colmillos asomasen por encima de su labio inferior.

Sin embargo, podía sentir lo que estaban pensando. Podía olerlo a su alrededor, vibrando en sus fosas nasales y en su paladar. Sorpresa, por supuesto, mezclada con el desconcierto, y también con la desconfianza y el desagrado. Esto último por el hecho de tener a una feérica mayor entre dentro de su campamento, en el corazón de su comunidad. Viva, sin ataduras. El resto de emociones nacían no solo del hecho de lo que Awen era, sino de su apariencia.

Se acordaban de ella, sí, aunque algunas de las caras en las que reparó eran demasiado jóvenes como para haber nacido cuando ella estuvo allí, entre ellas la mujer que la había recibido, pero las historias entre las sealgair, igual que entre los feéricos, pasaban de generación en generación y se mantenían con todo lujo de detalles. Awen no era la chiquilla de catorce años que había llegado a aquel campamento con una flecha apuntando entre sus omóplatos. Ahora, era una mujer. Una joven de alrededor de veinticinco años, de baja estatura para ser una feérica, con una larga melena de ondas de color castaño oscuro con reflejos cobrizos, suelta y sin diferentes alturas por un corte de pelo mal hecho. Su piel presentaba un color rosado saludable, su cuerpo tenía la gracia y la agilidad propias de la criatura que era, la elegancia y la seguridad de un cazador que se mueve sin miedo, sabedor de que se encuentra en la cima de la cadena alimenticia. Sus ojos marrones brillaban con una luz conocida, pero más ardiente.

Y su esencia… su aroma no era el de una niña que todavía no había afrontado el viaje a la muerte que le haría alcanzar la inmortalidad completa. Sino el de una feérica adulta que albergaba en su interior todo el poder que alguien como ella podía contener. Una inmortal plena.

Awen dejó que la contemplaran abiertamente. No se escondió; ya lo había hecho durante los primeros catorce años de su vida, debajo de la tierra, entre la penumbra húmeda y las sombras que proyectaban los barrotes de las celdas y las raíces. Dejó que percibieran su poder y su inmortalidad, que se embebieran de su imagen joven y fuerte. Que sacasen conjeturas. Ella ya se encargaría de corroborarlas. O de desmentirlas.

Awen tenía el poder de decidir si hacía cualquiera de las dos cosas. Se lo había ganado a pulso muchos años atrás. Y eso la hacía sentirse invencible, aun con la daga envainada en su cinturón. La sangre seca que todavía seguía incrustada entre las piedras preciosas y el oro había sido el comienzo de todo.

La llevaron a una construcción que se encontraba en el corazón mismo del poblado. Se diferenciaba del resto porque en lugar de ser cuadrada o rectangular, era completamente redonda, sin esquinas. Incluso el tejado era distinto, hecho de losas de pizarra negra en lugar de fardos de paja. El interior no estaba dividido en habitaciones, sino que se componía de una única estancia, amplia y despejada. Olía a serbal de cazador y a nébeda, junto con el aroma suave y aterciopelado del cuero viejo. No había armas a la vista por ningún lado, ni colgadas de las paredes ni apoyada contra ellas, en el suelo. Sin embargo, aquel era el lugar donde se planeaban los ataques deliberados de las sealgair del poblado, así como otras acciones conjuntas con otros campamentos. Allí era donde Awen había negociado con Moira y las demás Nighean Stiùiridh el rescate de los sidhe de Elter.

El único adorno, aparte de una robusta mesa redonda de roble que ocupaba casi toda la estancia y varias sillas a su alrededor, era las plumas negras clavadas en las paredes. Plumas de cuervo. Había un ramillete generoso colocado en el extremo opuesto a la puerta de entrada, y varias plumas sueltas lo rodeaban, al pequeño ramo y a todas las que se encontraban en la estancia.

Awen echó un vistazo a su alrededor, tratando de encontrar algún detalle que se hubiera alterado a lo largo del tiempo en aquella choza reservada para las reuniones importantes. Pero todo seguía igual. Todo en aquel lugar parecía haberse quedado suspendido en el tiempo desde que ella se había marchada hacia el suroeste con su familia y su gente. La única evidencia del paso del tiempo eran los rostros desconocidos.




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