Se quedó a pasar la noche en el poblado, en el establo de los caballos, igual que la primera vez, pero apenas durmió. No quería reconocerlo en voz alta, ni siquiera para sí misma, pero no terminaba de sentirse segura dentro de aquel poblado. Puede que las mujeres que allí vivían supieran quien era por lo que habían escuchado de ella, pero no la conocían de verdad. Para ellas, era el personaje de un cuento de esperanza y de lucha contra el destino impuesto por unos dioses caprichosos y volátiles, no mucho más. Bueno, también era una feérica, lo que complicaba más las cosas, pero por lo menos había conseguido que Elvia la escuchase y que aceptase lo que le ofrecía. Primero tendría que hablarlo con las demás Nighean Stiùiridh, por supuesto, y llegar a una decisión final llevaría tiempo, pero por lo menos aquello era un comienzo.
Esta vez, sin embargo, no pensaba quedarse hasta que tuvieran un veredicto. Ya había aprendido que con las sealgair los días pasaban penosamente lentos aguardando por una de sus transcendentales decisiones, así que había acordado reunirse con Elvia en aquel poblado dentro de un mes.
No fue solo la desconfianza ante un posible ataque lo que le impidió dormir esa noche. Una emoción quizás todavía más molesta la hacía revolverse entre la paja y debajo de la manta que le habían dado, pintando una sonrisa estúpida en los labios.
Esperanza.
Ilusión ante la perspectiva de lo que estaba por venir.
Hacía mucho tiempo que esa emoción se había instalado debajo de su piel, sobre todo con los acontecimientos de los últimos años… Todo lo que habían descubierto, todo lo que habían aprendido, todo lo que habían logrado… Awen no se había permitido hacerse demasiadas ilusiones. Antes de llegar a las tierras altas y a aquel poblado tenían posibilidades de que el objetivo final de los sidhe se viera cumplido, pero ahora era una realidad. Ahora, rezuma fuera de su piel, escocía de una manera que hacía que tuviera ganas de levantarse y saltar y gritar y correr a la montaña para atravesar hasta el otro lado y escupirles en la cara a todos y cada uno de los feéricos que vivían en la tierra conocida de Elter.
Ahora, la perspectiva de conseguir vengarse por todo lo que habían vivido ella y los suyos a lo largo de los siglos desde el final de la Gran Guerra Inmortal, era real. Muy real.
Cuando salió del poblado las estrellas todavía brillaban en el cielo de color rosado, pero pronto dejarían de hacerlo. A esas horas, lo feéricos que pudieran rondar el bosque que rodeaba el campamento estarían replegándose por fin para dormir luego de una larga noche de diversión a su manera. Awen solo se despidió de Elvia, que fue la única que la acompañó hasta las puertas de salida. Las únicas palabras que intercambiaron fueron para recordarse su próxima reunión dentro de un mes.
Caminó con paso ligero a pesar de la noche en vela. Sentía el cuerpo liviano y una sonrisa bobalicona tironeando de las comisuras de sus labios. Las puntas afiladas de su camino asomaban por encima de su labio inferior, y la daga que llevaba sujeta a su cinturón destellaba cuando la luz del sol se filtraba entre la espesa cobertura vegetal que cubría su cabeza. El verano no era una estación que se dejase notar con fuerza en aquella parte del mundo humano; siempre llegaba con retraso con respecto a las tierras del sur, y también se marchaba antes. El sol no calentaba con tanta fuerza y los días luminosos y cálidos se veían constantemente amenazados por nubes grisáceas y caprichosas y ráfagas frescas de viento. Si en aquel momento una borrasca hubiera azotado su cuerpo y el bosque que la rodeaba, a Awen poco le habría importado. Se encontraba ensimismada en su propia alegría, la cual tratada de contener con un considerable esfuerzo para que no la distrajera demasiado de las posibles amenazas que pudieran pulular por aquel lugar y para que no delatasen su presencia a quien pudiera olerla.
El sol marcaba el mediodía sobre su cabeza cuando llegó al pueblo humano donde había dejado a su acompañante antes de dirigirse al campamento de la Bruma Roja la tarde anterior. Cuando distinguió sus límites en la distancia su buen humor se nubló y apretó el paso. Durante la noche había sido incapaz de dormir por la alegría y la esperanza ante lo que había conseguido, sí, pero también por el miedo ante lo que le pudiera haber pasado a quién se había refugiado entre los humanos, oculto a su mirada, mientras ella negociaba con las cazadoras.
Era listo, se dijo mientras caminaba entre las casas de piedra clara y los techos de pizarra, poco más grandes que una cabaña. Sabía pasar desapercibido, incluso para los feéricos que llevasen décadas sin ver ni oler a un sidhe. Su especialidad era esa, en realidad; hacerse invisible sin emplear ningún tipo de hechizo.
Awen serpenteó entre los humanos con los que se cruzaba con cuidado de no tocarlos, arrugando el ceño ante su extraño olor, aunque no exactamente desagradable. Simplemente era diferente a cualquier cosa que hubiera en el mundo de los inmortales, y ella estaba desacostumbrada a él. La recordaba a algo vivo marchitándose, acercándose poco a poco a su fecha de término.
No solo fue ese aroma lo que le hacía arrugar el ceño. El lazo que la unía a Elter tiraba cada vez con más insistencia de su pecho, cerrándose en torno a sus costillas con fuerza. Tampoco recordaba lo que era sentir esa debilidad, esa falta de aire y de energía en sus músculos.
Lo encontró sentado en una valla de madera que comenzaba a pudrirse y que servía para delimitar el recinto de un rebaño de ovejas con un pelaje asombrosamente blanco y algodonoso. No había sido consciente de lo ansiosa que estaba por vislumbrar su alta y elegante figura coronada por una cabellera rubia hasta un suspiro de alivio escapó de sus labios.