El crepúsculo entre las llamas (#0.5 Un cuento oscuro)

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Awen contempló el poblado de la Bruma Roja con detenimiento. No porque no lo conociera ya a la perfección, sino porque probablemente no fuera a volver a pisarlo en mucho, mucho tiempo y, curiosamente, ese pensamiento hacía que su entusiasmo ante los nuevos retos que estaban por venir decayese un poco.

Aquel lugar, se dio cuenta, significaba más para ella de lo que creía. Las mujeres que vivían en su interior también. Sin ellas no habría conseguido nada de lo que tenía. A Awen le gustaba pensar que ella lo había comenzado todo; el bienestar actual de los suyos fuera de aquellas catacumbas en la tierra de los inmortales y la inminente venganza, todo eso lo había empezado ella. Pero también era consciente de que sin ayuda de las sealgair, sin su generosidad (si es que se le podía llamar así), sus intereses comunes y sin los manuscritos que tenían en posesión, ella no estaría allí plantada. Viva, rodeada por un muro de estacas de serbal y tan cerca de poder reescribir la historia de arriba y abajo.

Dejó escapar un largo y soñador suspiro antes de volver a la realidad.

Elvia se encontraba repasando por millonésima vez todos los preparativos necesarios. Awen no se lo reprochó y aguardó pacientemente mientras ella también seguía con la mirada todos los elementos necesarios que habían reunido en los últimos mese. Al final habían conseguido reunir todo lo que les hacía falta en cuestión de poco menos de un año, aunque a la sidhe se la habían hecho eternos.

Sus ojos se detuvieron primero en las dos grandes y pesadas losas de piedra blancuzca salpicada de manchas negras y plateadas. Granito. Eso había sido fácil de conseguir, así como los diferentes elementos vegetales que Awen había memorizado a la perfección, aunque no comprendía cómo se podía hacer un hechizo con ellos. La magia mortal, la que empleaban las sealgair, era muy distinta a la de los feéricos. Mientras que los inmortales la tomaban del ambiente que los rodeaba, moldeándola a su gusto, ellas tenían que sacarla de elementos concretos y tenían un rango mucho más limitado de posibilidades de actuar con ellos.

Para conseguir el polvo de castañas molido habían tenido que esperar a que llegase el otoño y los castaños comenzasen a cargarse de aquellas esferas verdes y llenas de pinchos que las contenían. Para las caperuzas de las bellotas había ocurrido lo mismo, así como con las moras; cuando los ojos de Awen se posaron en estas últimas, recordó que habían sido su primera comida como feérica libre en Tierra de Nadie, cuando los soldados fae todavía la perseguían.

La nébeda había sido recolectada en verano y se había dejado secar al aire libre durante un ciclo lunar entero, como dictaban los requerimientos del hechizo, junto con las hebras de los tallos de los cardos de color violáceo que crecían en esas tierras. Las plumas de cuervo las habían obtenido de sus propios reservorios, colgadas de las estancias donde se llevaban a cabo las reuniones importantes en los campamentos.

La cera de velas la habían comprando en un pueblo cercano. Con ella se grabarían los símbolos clave para que el hechizo perdurase en el tiempo. No eternamente, pero sí al menos varios siglos.

Conseguir la sangre feérica había sido un asunto muy diferente. Los frascos de cristal estaban etiquetados para saber a qué especie pertenecía cada uno de ellos. La de cath síth había sido la más difícil de conseguir con diferencia. Eran criaturas esquivas y tremendamente inteligentes, lo suficiente como para saber que no debían rondar las tierras altas durante demasiado tiempo, donde las sealgair eran más abundantes; ellos preferían los pueblos más al sur, donde podían cazar humanos con más libertad, de aquella manera tan retorcida que tanto les gustaba. Acechándolos discretamente, pero dejándose sentir con fuerza al mismo tiempo, permitiendo que notasen su presencia, hasta que acaban completamente desquiciados y estos iban a su encuentro de manera voluntaria.

Para conseguir la de cù sith la complicación había residido en acorralar a uno. Vivían en manadas de varios individuos que no se separaban más que para realizar un ataque perfectamente coordinado; Awen tenía curiosidad por saber cómo las sealgair habían conseguido acorralar a uno, pero aun así no preguntó.

Sus ojos se detuvieron en el último frasco, el que hizo que sus labios se estirasen y las puntas de sus colmillos asomasen por encima de su labio. La sangre de fae había sido la más fácil de todas. Con la Guerra Mortal su presencia ahora era más habitual y sus ataques a los poblados les daban a las cazadoras más posibilidades de que estas pudieran conseguir su sangre. El precio por lo que contenía aquel último frasco había sido alto, pero también merecería la pena. Las sealgair y la propia Awen, se encargarían de que así fuera.

Había una última sangre necesaria para completar el hechizo, pero no sería necesario embotellarla. La especie por cuyas venas corría la pondría sobre las losas sin oponer ninguna resistencia, directamente desde una herida recién abierta.

─Todo está listo, entonces ─dijo la sidhe con un suspiro.

─Así es ─asintió Elvia, acompañando sus palabras con un movimiento de cabeza.

El cansancio era evidente en sus facciones. La Guerra Mortal no se había recrudecido en los últimos meses, pero tampoco era necesario. Quedaban tan pocas cazadoras que los feéricos ya no las atacaban de una manera tan fiera y activa como antes. Por lo menos, no los que estaban directamente al servicio de las Casas. Los feéricos menores eran otra cosa. El hechizo que tenía la función de ocultar los poblados de sus miradas y que además actuaba como una especie de repelente para ellos ahora servía para que los localizasen con más facilidad.




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