El crepúsculo entre las llamas (#0.5 Un cuento oscuro)

5

Cuando el mundo de arriba y el de abajo dejaron de estar unidos, un chasquido resonó por las tierras altas. Igual que el de una puerta que se cierra por un soplo fuerte de viento. Así lo describiría Ross.

Una puerta cerrada en las narices.

No hubo rayos ni centellas, el cielo no se nubló, las mareas no cambiaron, ni el viento sopló huracanado entre las colinas y los bosques. Pero la tierra vibró con suavidad. Las hojas de los árboles se agitaron por una brisa inexistente. Las brizas de hierba se estremecieron. Los mortales no interrumpieron lo que estaban haciendo, apenas ninguno le dedicó un pensamiento a aquel leve temblor que recorrió las localidades circundantes a Beinn Nibheis.  Solo los animales levantaron la cabeza y se quedaron quietos durante unos instantes, con más curiosidad que miedo.

Los inmortales, sin embargo, sintieron aquella separación en lo más hondo de sus cuerpos. En el tuétano de los huesos, en la sangre que corría por sus venas. El extraño lazo que los unía a Elter, inmaterial y al mismo tiempo tan consistente, que los avisaba de cuándo se acercaba la hora de volver a casa, dio un fuerte tirón en su interior. Luego, nada.

La bilis subió por la garganta de Ross. Escupió los trozos de manzana que tenía en la boca a medio masticar. No faltó mucho para que el resto, que estaba en su estómago, siguiera el mismo camino.

─ ¿Qué cojones…?

Buscó con la mirada a alguno de los suyos, pixie o simplemente feérico, pero sus ojos de color castaño salpicado de motas verdes y doradas no se cruzaron los de ningún otro.

La plaza del pequeño pueblo humano más cercano a la montaña sagrada se encontraba abarrotada de humanos gritones y exaltados. Era día de mercado; todo el mundo tenía algo que ofrecer, productos o servicios. Incluso a los inmortales que no sabían que estaban allí. Cosas tan sencillas como una de las últimas manzanas de invierno que Ross había birlado de un pequeño puesto, u otras más interesantes. Tratos; acuerdos jugosos donde una de las partes creía haber hecho un buen negocio y otra que era la verdaderamente beneficiada. Los inmortales siempre se encuadraban en esta segunda.

Ross aleteó para elevarse por encima del mercado y las casas, y miró en dirección a la montaña que guardaba el camino a casa. Su perfil, como el de una muela picada, comenzada presentar más tonos verdes y marrones que blancos. El invierno estaba terminando. No se veía diferente a dos días antes, cuando había salido de su interior para pasar unos días en el mundo humano. Unos amigos lo habían convencido para pasar unos días en tierras mortales, donde no había Hijos Predilectos que pudiesen reprenderlos por sus actos mientras se encontraban supuestamente en acto de servicio en aquellos tiempos de guerra. Solo unas cazadoras bien entrenadas y fastidiosas como una mosca en verano; quizás en otro momento los hubieran molestado y se hubieran pensado dos veces ese plan, pero en los últimos tiempos estas estaban de capa caída.

La Guerra Mortal las estaba dejado muy tocadas, casi extintas. Pero aquellas bastardas con unas gotas de sangre inmortal no se rendían así como así. No soltaban las armas incluso aun después de muertas, decían algunos. Las suyas las enterraban con sus armas predilectas, con aquellas con las que mejor se manejaban. Para honrar a su diosa pagana allí a donde fueran aun después de la muerte. Eso era lo que le habían contado una vez a Ross. El pixie no podía imaginarse de donde había salido esa información.

¿Quién había sido lo suficientemente imbécil como para acercarse tanto al funeral de una sealgair? Y, ¿cómo había sobrevivido para contarlo?

Los feéricos como Ross que vivían en el medio, en Tierra de Nadie, se habían cansado de aquellos estorbos que los perseguían y les amargaban sus fiestas y su diversión a costa de los mortales. Había llegado la hora de acabar con ellas de una vez. ¿Cómo habían permitido los feéricos durante tanto tiempo verse limitados por unas simples mortales?

No, aquella situación no podía durar más. Tenían que reclamar lo que les pertenecía por ser lo que eran, seres mágicos, inmortales. Nadie debería prohibirles divertirse en el mundo mortal a costa de los humanos y de sus vidas con fecha de caducidad. Se acabaría ir al mundo de arriba con miedo a no volver. Reclamarían sus derechos, sí. Y lo harían al estilo de los feéricos; con una guerra abierta.

Tres de los Hijos Predilectos se habían sumado a su causa; el de la Luz y el Aliento, el de la Tierra y las Espinas, y el del Agua y el Cristal. El de Viento y Tormenta no había enviado soldados, pero sí les había suministrado algunas armas, y había manifestado su abierto apoyo a la causa.

Once años después, la guerra no se había terminado, pero no duraría mucho más. Ross había estado seguro de ello. Las sealgair eran buenas guerreras, temidas, se contaban historias terribles sobre ellas. Podían enfrentarse a cualquier inmortal y salir victoriosas de la pelea, incluso contra los feéricos mayores, y si se encontraban en un número apropiado, había quien decía que hasta podían enfrentarse a un gobernante fae. Sin embargo, poco tenían que hacer ante un ejército. Eso habían pensado los inmortales al principio, pero habían tardado poco más de una década en mermarlas lo suficiente como para poder decir que la Guerra Mortal estaba tocando a su fin.

Eran seres extraños, pensaba Ross. Las odiaba. Sentía por ellas la misma aversión primitiva que el resto de feéricos, pero con el paso de los años había desarrollado cierta… admiración. Nunca se había atrevido a expresarlo en voz alta, pero se preguntaba si los suyos se daban cuenta de lo que aquellas mujeres eran, del potencial que tenían. Eran mortales con poderes inmortales. No tan desarrollados como los suyos, pero podían hacer magia. Y pelear, y no les afectaban las mismas cosas que ellos. Ni tampoco tenían debilidades como las de los humanos, ni muchos de sus defectos; salvo la mortalidad.




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