El crepúsculo entre las llamas (#0.5 Un cuento oscuro)

6

Ross había formado parte de muchas juergas en el mundo humano. Juergas salvajes, sangrientas y alocadas, llenas de risas estruendosas que habían resonado por todas las tierras altas y habían provocado que cualquier mortal que las escuchase corriera a esconderse en su casa y rezase más plegarias de las habituales a sus dioses. Fiestas en las que se veían envueltos todos quienes se habían cruzado en su camino y el de sus acompañantes, inmortales y mortales, lo deseasen o no.

A los feéricos les gustaban las emociones humanas y lo que estas producían en los cuerpos de los mortales; los aromas que emitían y las vibraciones que provocaban en el ambiente a su alrededor eran lo más parecido que tenían los humanos a magia. Sus emociones fuertes actuaban sobre los feéricos de manera parecida al hechizo que envolvía su propio mundo. Por eso los feéricos buscaban a los humanos. A ellos y lo que podían ofrecerles en aquel mundo. Lo buscaban con ansia y casi desesperación, como si de una droga se tratase. Harían lo que fuera por conseguir lo que deseaban de los humanos.  Engañar, perseguir, matar. Incluso enfrentarse contra las sealgair, a pesar de los riesgos que eso implicaba, tenía un efecto adictivo para ellos.

Pero nada de lo que Ross había vivido se parecía mínimamente a la caza que vino en los días siguientes al cierre de la brecha.

Cuando viajaban al mundo mortal los feéricos evitaban a toda costa cruzarse con los sealgair. En esa ocasión, las buscaron hasta dentro de las madrigueras de los zorros. Ross se unió a esa cacería, por supuesto, sobre todo después de ver por sí mismo lo que había contado el pucca.

La brecha se encontraba al final de la única galería de piedra que recorría el interior de la montaña en el mundo de arriba. Allí, en el suelo, se encontraba una fisura alargada, como una herida sin cerrar, emitiendo su brillo de color rojo pálido. La negrura infinita que se veía a través de ella siempre había resultado reconfortante en cierto modo para Ross, porque significaba tanto la vuelta a casa como el comienzo de una nueva aventura entre los mortales.

Todo eso había desaparecido. Tal y como le habían dicho, había una losa de granito tapando la unión, grande y pesada, pero no lo suficiente como para que entre varios inmortales pudieran levantarla. Si no hubiera estado hechizada.

La magia que mantenía la placa sobre la brecha no era nada que los feéricos hubieran visto antes. No era del todo distinta a la que había en Elter, pero tampoco tenía la misma esencia. Era magia hecha por mortales y, aunque en el fondo seguía siendo eso, magia, su naturaleza desagradaba a los habitantes de Elter. Había algo que no estaba bien en ella, a parte del hecho evidente de que les impedía volver a casa. Cuando intentaron alterarla para poder mover la losa de granito, nada de lo que hicieron tuvo ningún tipo de efecto.

La magia que mantenía la piedra sobre la brecha se escurría entre sus dedos como el barro demasiado líquido. No dejaba que nadie la tocase ni que la modificase, algo totalmente inaudito. Hasta la magia más poderosa podía ser alterada en Elter, aunque sí era cierto que no por cualquiera. La magia antigua que poseían los gobernantes fae era un ejemplo de ello; nadie que no fuera un Hijo Predilecto o una Hija Predilecta, o algún familiar con el poder suficiente en su interior podía manipular los dones de los dioses.

La losa tenía pintadas en su superficie unos símbolos extraños que nadie supo identificar. Algunos se atrevieron a aventurar que se trataba de una lengua muy antigua que nunca había llegado a existir en el mundo feérico, solo en el humano, pues no se parecía a nada que los inmortales conocieran. Ni siquiera a sus lenguajes más antiguos y casi olvidados que solo se podían encontrar en textos viejos y al alcance de unos pocos. Trataron de borrarlas frotando la piedra, pues no parecían estar cinceladas en ella, pero esos intentos también fueron inútiles.

Ross, junto con el resto de feéricos que lo acompañaban, un grupo que fue creciendo poco a poco con aquellos que se habían atrevido a acercarse a la Beinn Nibheis, trataron de cambiar el hechizo. Agarrarlo como si fuera un trozo de barro,  modelarlo, darle una forma diferente. Lo intentaron hasta la extenuación, hasta que el sudor perló sus frentes y sus dientes rechinaron dolorosamente por el esfuerzo. Ninguno de ellos consiguió nada.

Tal vez un fae podría hacerlo… No fueron pocos los que gruñeron ante ese comentario hecho por varios de los presentes. Por mucho que les escamase, los faes no recibían el apelativo de feéricos mayores porque fuesen de un tamaño mayor que el resto, sino porque podían manejar la magia hasta un punto que el resto no era capaz.

Tenían que encontrar a uno, lo cual, no debería ser difícil. La guerra podía darse casi por terminada, pero les gustaba la sangre y la pelea tanto o más que al resto de los inmortales, por mucho que ellos proclamasen estar por encima de los deseos simples y triviales de los demás. Ross los había visto en el mundo de arriba divirtiéndose con los humanos de maneras a veces incluso más turbadoras y retorcidas que cualquier otro feérico.

─No vais a encontrar ninguno ─rió sin gracia la joven cazadora que todavía seguía con vida en aquel momento─. Están todos atrapados en Elter. Y aunque hubiera alguno aquí, tampoco podría hacer nada. No hay magia que pueda romper o tan siquiera alterar ese sello. 

─ ¿De dónde habéis sacado algo así? ─había preguntado el pucca con un gruñido.




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