El crepúsculo entre las llamas (#0.5 Un cuento oscuro)

7

La pira que habían hecho cuando capturaron a las sealgair se hizo más grande. El fuego no se apagó en ningún momento durante los casi siete días que duró la juerga. El humo que desprendía la madera húmeda se hizo visible más allá del valle, elevándose hacia el cielo junto con las risas y los lamentos. Escocía en los ojos y las gargantas de los inmortales, pero nada de eso les importó. Los gritos y las lágrimas de las cazadoras merecían la pena.

Comenzaron con la sealgair más insolente, tomándose su tiempo. Si era cierto que no había más, que tanto ellas como los hombres de su especie estaban definitivamente al borde de desaparecer para siempre del mundo mortal, entonces tenían que disfrutar todo lo que pudieran de aquellos momentos.  

El estoicismo de la joven no duró hasta el último momento, pero nunca suplicó por ella ni por sus hermanas. Ni estas lo hicieron por ella. Ross solo pudo distinguir una palabra de todas las que murmuró durante sus delirios de dolor.

Morrigan.

Una y otra vez incluso después de que se quedase sin los atributos que le permitían hablar. Aun atacada a la estaca de serbal, con la hoguera prendida y hecha con la madera que ellas empleaban para cazar a los inmortales, la cazadora no dejó de llamar a su diosa. Si lo hizo para pedirle un milagro, la salvación o algún tipo de señal de que lo que habían hecho era lo correcto, que todo aquello había merecido la pena, el pixie nunca lo supo.

Ross no pudo quedarse la lengua de la cazadora, ni tampoco sus dientes. Todos estuvieron de acuerdo en que esos privilegios eran para el wulver que había tomado la iniciativa en los últimos días, aquel al que se le ocurrían los tormentos más escabrosos. Lug aceptó todos y cada uno de ellos, más una petición a mayores. Su corazón.

Los inmortales no tenían por costumbre arrancar ese órgano de los cuerpos de sus oponentes, pero sabían que las sealgiar lo hacían durante su rito de iniciación, el flùr le fuil. Igual que eran conocedores de su costumbre de comerse una parte de él y pintarse la cara con su sangre para finalizar el rito. Una prueba para su diosa, la confirmación de que estaban dispuestas a hacer lo que fuera necesario para llevar a cabo su sagrada tarea. Un ritual que nunca volvería a repetirse. Porque no quedarían cazadoras que pudieran llevarlo a cabo.

Lug sacó el corazón del cuerpo irreconocible de la cazadora. Gelatinoso y parcialmente cocido dentro de la caja torácica, aun conservaba cierto tono encarnado. Y todavía sangraba.

El wulver pintó las caras de sus hermanas con la sangre, exprimiendo el órgano como una fruta madura.  Al final, las dos tuvieron el mismo destino que su hermana, pero los feéricos no se ensañaron tanto con ellas. Estaban rotas, resignadas, mientras que a la primera habían tenido que quebrarla. La más mayor de las dos que quedaban fue la que acabó antes en la hoguera. Aun medio desmayada por el dolor, Ross vio como le dedicaba una mirada a su hermana pequeña y movía los labios en su dirección. Y le sonreía. Ross habría jurado que ese fue su último gesto, aunque era difícil de asegurar, pues le habían abierto las comisuras de la boca con una daga.

Ross se topó con sus ojos de color verde agua entre las volutas de humo. Estaban enrojecidos después de días llorando y noches sin sueño, hinchados. No era solo una cazadora, se dio cuenta el pixie mirándola ahora; también era poco más que una niña. La primera vez que la vio le dio la impresión de que no debía de llegar a las dos décadas de vida y, ahora, le parecía todavía más joven.

Cuando las llamas comenzaron a lamerle la piel, la sealgair cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás. Los gritos hicieron eco en el valle durante largo rato, el olor de la carne y el pelo quemado acompañando al de la madera que las cazadoras empleaban como protección contra los inmortales. Madera con la que ahora ardían.

Ross se alejó discretamente de la escena, elevándose sobre ella, donde el humo de la madera y la carne quemada no podían alcanzarlo. Aleteó con suavidad, lo justo para mantenerse suspendido sobre las cabezas de los presentes, respirando aire fresco y limpio. Un aire que no estaba cargado con el olor afrutado del serbal que hacía que los pulmones le escociesen en el pecho, libre también del dolor de las mortales, de sus lágrimas de rabia y de odio, de sufrimiento y de desesperanza.

Un aire que hacía que el estómago se le revolviese peligrosamente y los ojos le escocieran.

La sealgair que quedaba no dijo nada ante lo que estaba sufriendo su hermana. Se había encogido en el suelo, con el cuerpo entumecido por el frío y la postura en la que se encontraba. Como si quisiera hacerse más pequeña, aunque en el fondo, sabía que eso no le serviría de nada. Como si ese gesto pudiera evitarle un destino que estaba a punto de cumplirse.

Ross la contempló desde el aire, mientras las llamas terminaban de consumir a su hermana. Su melena, que de haber estado limpia el pixie sospechaba que habría tenido un bonito color rubio oscuro, estaba enredada y suelta, formando alrededor de su rostro una maraña similar a la de la maleza espinosa. Desde donde se encontraba, Ross podía ver cómo sus hombros se agitaban suavemente y cómo su cabeza se levantaba para mirar furtivamente a su hermana; o lo que quedaba de ella.

El pixie no podía verle la cara, pero no le hacía falta. Podía sentirla. Todo lo que expresaba su rostro infantil y todo lo que guardaba en su pequeño cuerpo con celo, pero no con la fuerza suficiente como para que los inmortales no se dieran cuenta y se rieran, lanzándole miradas que prometían terribles pesadillas.




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