—Primera regla, nunca te paralices, no temas. Si te equivocas haz control de daños y avanza, no tengas miedo a tu intelecto. Sigue el camino del pensador independiente, no temas de pecar de egocéntrica y, por sobretodo, nunca te detengas… nunca retrocedas —recitó de memoria Ariadna, mientras caminaba en dirección a la habitación de su madre. Esa frase era de lo poco que había podido recordar antes de despertar de su coma.
Sabía que era mala idea enfrentar a su madre tan temprano, ella funcionaba como una batería, todos los días intentaba recargarse, hablar con ella consumiría gran parte de su energía y necesitaría distribuirla bien para poder aguantar lo que le quedaba. Pero ya llevaba dos días entre ir y venir, nunca terminaba de reunir el valor suficiente para poder hablarle.
Esperó un momento, sentada en la vacía sala de espera, tratando de relajarse. Tenía todo el cuerpo contracturado, había dormido fatal, sentía un hormigueo en su estómago. Deseaba que hubiera alguien en ese momento para apoyarla y decirle que todo estaría bien.
El problema era que no podía contar con nadie, no porque realmente no tuviera nadie en quien confiar, sino porque era algo personal. No tenía ganas de involucrar a nadie en sus problemas personales, prefería guardarselos para sí misma.
Le llegó un mensaje de su mejor amiga, Eliza. Suspiró y abrió el chat que figuraba como “miss botellera”.
¿Estás segura de hacer esto, chiqui?
Tranquila, estoy segura y estaré bien. Cuando termine te escribo.
Sonrió, a pesar de tenerla lejos, al menos la sentía cerca. Incluso cuando sus vidas tomaron caminos distintos, ella seguía presente y lo agradecía. Comenzó a hacer los ejercicios de respiración que siempre le decían que hiciera cuando se alteraba.
Le llegó un mensaje de Lien, con el nombre de “escritor malhumorado”, pero no se sentía con la fuerza suficiente como para poder hablar con él.
<<Qué antipático eres Lien>> pensó mirando sus mensajes.
Era capaz de admitir que el muchacho tenía una inteligencia extraordinaria, además de una imaginación y capacidad para insultar alarmantemente interesante. Movía sus manos de forma agraciada, pero cuando comenzaba a analizar se veía más tosco.
Ingresó a la habitación de su madre, ya no estaba tan segura como la última vez que fue. Estaba asustada, no habían hablado por mucho tiempo, al menos desde que su madre se enteró de que iba a dedicarse a la escritura. Se le dificultaba el imaginarse cómo comenzar la conversación, su repertorio de saludos había disminuido notablemente.
Era extraño, porque defendía a capa y espada su posición como ingeniera, pero cuando se recibió, peor aún, cuando se capacitó para ser parte del escuadrón antibombas, no hubo ni siquiera una felicitación. Ante la noticia solo había recibido frialdad de parte de ella, parecía que nunca estaría contenta con nada de lo que hiciera.
Vio a su progenitora acostada en la cama, su cabello ya se había terminado de caer, producto de las intensas sesiones de quimioterapia, las mismas eran un intento desesperado de alargar su vida. Ya había perdido incluso las cejas, su piel había perdido color, sus ojos verdes, tenían debajo de ella unas enormes ojeras.
La veía tan frágil que le molestaba, le molestaba sentir pena en vez de admiración, estaba peleando contra una enfermedad muy peligrosa, pero no podía ver a la luchadora que debía ver. Quería creer que podría recuperarse, pero sus esperanzas comenzaban a desvanecerse.
Leía un libro, no se había percatado de su presencia. Se sentó en el sofá junto a la cama de su madre y se quedó mirándola durante unos segundos, esperando que la notara. Apreció por unos segundos ese momento de calma, ojalá su relación fuera así de tranquila. Sentía que, desde que despertó, lo único que hacía era esperar a que su madre la notara, que viera su inteligencia, que viera sus valores, que viera algo.
<<¡Mírame, acá estoy! ¿Por qué nunca pudiste verme?>>pensaba con un rostro neutro, era escalofriante lo inexpresiva que podía llegar a ser a veces.
Estaba dolida, pero con el tiempo aprendió que demostrarle a su madre lo que sentía era solo una forma de volverse más vulnerable y darle más ideas para atacarla. A veces deseaba que la hubiera abandonado cuando quedó en el hospital, creía que eso dolería menos que esa constante exposición a su rechazo.
— ¿Cuándo llegaste? —Su voz era tan agresiva, a pesar de lo baja que se escuchaba.
Seguía sintiéndose muy intimidada por ella, a veces no sabía si la quería o le tenía miedo.
—Hace unos minutos… no quería distraerte de tu lectura.
Silencio, las cosas se habían puesto tensas muy rápido, más de lo que hubiera querido. Bueno, a decir verdad, nunca dejaron de estar tensas. Era como si que cada vez que madre e hija se encontraban en una habitación, el aire se cargara de una negatividad mística. No había calor ni mensajes de aliento, solo incomodidad y rechazo.
—Se directa, ¿para qué viniste?
Le parecía una buena pregunta, quizás para arreglar las cosas, quizás porque quería tener de una vez la razón, quizás porque quería que la viera o tal vez porque estaba en un maldito ciclo, el cual no podía romper.
Su madre la insultaba, la agredía, pero por alguna razón siempre volvió con la cabeza baja y disculpándose, aunque no tuviera razón. En voz muy baja sonó una razón que nunca quiso mencionar… ¿Tal vez estaba allí porque buscaba amor? Porque quería que alguien la amara incondicionalmente, como supuestamente hacen tus padres.
La habían bombardeado con la que se suponía que era la forma que tenía que ser una familia, progenitores que te amen y te aprecien, hijos que los admiren, respeten y amen, tíos, abuelos, cosas que deseaba pero no tenía.
No tenía un padre que la amara, nunca preguntó la razón pero sabía que si no estaba entonces no valía la pena. A veces se preguntaba por qué su madre no hizo lo mismo que su padre, no haberla abandonado no la hacía más honorable si no era capaz de quererla.