Todo comenzó de la forma más trivial, como suelen empezar las obsesiones que acaban devorándolo todo. Fue un jueves, dieciocho de mayo.
Daniel Herrera acababa de instalarse en una habitación del pequeño hotel rural La Fonda del Barranco, en la Alpujarra granadina. Se había afeitado y estaba retirando los restos de espuma de su rostro cuando sonó el teléfono. Colgó la toalla y contestó.
—¿Diga?
—¿Daniel Herrera?
La voz le resultó familiar, aunque tardó unos segundos en ubicarla.
—Él habla.
—Soy Martín. Martín Ledesma.
El gesto de Daniel se suavizó.
—Vaya… —sonrió—. ¿Qué demonios haces en la Alpujarra? ¿Y cómo supiste que estaba aquí?
Una risa breve sonó al otro lado de la línea.
—Una pregunta cada vez. Estoy abajo, en recepción.
—Entonces sube. Ya hablaremos.
Daniel dejó la puerta entreabierta y volvió al baño para terminar de secarse. No veía a Martín desde hacía casi dos años. Se observó en el espejo con cierta aprensión: estaba más delgado, con el rostro anguloso y una inquietud persistente en la mirada. Los últimos meses no habían sido amables con él.
Martín entró sin llamar.
—Sigues vivo —comentó, divertido.
—Por los pelos —replicó Daniel—. Pero dime, ¿cómo me encontraste? Yo mismo no pensaba detenerme aquí hasta hace una hora. Iba camino de Granada.
Martín era alto, delgado, con entradas pronunciadas y ese aire de periodista veterano que explotaba a conciencia. Se dejó caer en el sillón más cercano.
—Vi tu coche fuera: un compacto gris con matrícula de Madrid.
Daniel negó con la cabeza.
—Lo alquilé esta misma mañana.
—Tu mujer me dio una descripción bastante aproximada cuando pasé por casa —admitió Martín—. Iba camino de Málaga por trabajo, supe que te habías adelantado y decidí intentar alcanzarte. Y aquí estamos.
Daniel asintió, pensativo.
—He venido despacio. No tenía prisa por llegar a ninguna parte.
—Eso me dijo Victoria —comentó Martín con cautela—. Que necesitabas tranquilidad.
Daniel se puso una camisa ligera y se acercó a la ventana. Las montañas se alzaban abruptas, cubiertas de bancales y senderos imposibles, con una belleza áspera, casi intimidante.
—Este lugar me gusta —dijo—. No conozco a nadie y nadie me conoce a mí. Quizá me quede todo el verano.
—La Alpujarra tiene algo —concedió Martín—. Yo estuve por aquí hace unos años, investigando un crimen.
Daniel se volvió hacia él.
—¿Ah, sí?
—El caso Manby fue posterior, pero el que todo el mundo recuerda es otro. Ocho años atrás asesinaron a una joven llamada Julia Amaya. Nunca atraparon al culpable.
Daniel frunció el ceño.
—Ahora que lo dices… creo que lo leí en algún periódico.
—Es una historia incompleta —añadió Martín—. Y ya sabes lo poco que me gustan las historias incompletas.
Salieron a la plaza del pueblo y se sentaron en una terraza de mesas de hierro forjado. El aire olía a leña y a tierra húmeda. Todo parecía demasiado tranquilo.
—¿Y tú? —preguntó finalmente Martín—. ¿Cómo estás de verdad?
Daniel rodeó el vaso con ambas manos.
—Colapsé —admitió—. Exceso de trabajo, demasiadas presiones… y un matrimonio que hace tiempo dejó de funcionar. Estuve ingresado seis semanas. El médico me prohibió trabajar.
—¿Y ahora?
—Ahora tengo tiempo. Y silencio. Y necesito algo que mantenga mi cabeza ocupada sin destruirme.
Martín lo observó con atención. Luego, esbozó una sonrisa leve.
—Entonces quizá este viejo asesinato sea justo lo que necesitas.
Daniel no respondió. Pero en su interior, algo acababa de ponerse en marcha.
Charlaron largo rato, evocando tiempos pasados. Fue una conversación agradable, casi ligera. Nada siniestro, absolutamente nada que presagiara oscuridad. Hablaron de excursiones por la sierra, de partidas de cartas interminables, de alguna cacería improvisada en otros veranos lejanos. Todo ello mientras apuraban sus bebidas bajo un sol tibio, limpio, propio de la Alpujarra.
Al cabo de un rato, Daniel tomó una decisión.
—Vamos a dar una vuelta —propuso—. Quiero ver las montañas de cerca. Y, si te apetece, cada vez estoy más convencido de quedarme aquí todo el verano… siempre que encuentre un sitio donde alojarme.
—Perfecto —asintió Martín—. Yo conduciré. El coche lo tengo abajo.
Salieron del pueblo y tomaron una carretera estrecha que serpenteaba entre bancales y barrancos. Dejaron atrás Pampaneira y continuaron hacia una zona cada vez más abrupta. El asfalto se fue volviendo irregular, parcheado, hasta transformarse en un camino de tierra.
Tras unos minutos, Martín señaló una casa encalada, solitaria, situada a escasos metros del camino.
Editado: 16.12.2025