El Crimen del Corazón Solitario

Capítulo 2

Amaneció lloviendo con una intensidad casi violenta. Desde la ventana de la habitación del hostal, Daniel apenas alcanzaba a distinguir el lado opuesto de la plaza; la cortina de agua borraba fachadas, árboles y empedrado, y hacía desaparecer por completo las montañas que el día anterior le habían parecido irreales bajo la luz limpia del sol. Todo estaba reducido a una mancha gris, informe, como si el mundo hubiera decidido retirarse unas horas.

Cerró la ventana y volvió a la cama, maldiciéndose en silencio. La cabeza le latía con una persistencia desagradable, la boca le sabía a metal viejo y alcohol barato. Había bebido demasiado la noche anterior. Demasiado… y solo. Recordaba el bar: la barra de madera oscura, el espejo azul detrás, devolviéndole una imagen deformada y cansada de sí mismo. Recordaba también a un par de hombres que intentaron entablar conversación y a los que despachó con respuestas secas, casi hostiles.

¿Por qué?

La pregunta flotaba sin respuesta.

La sed era insoportable. Se levantó y fue al baño, donde bebió dos vasos de agua fría casi sin respirar. Al mirarse en el espejo comprobó que le temblaban las manos. Tanto, que decidió no afeitarse. No tenía fuerzas ni pulso para eso.

Dormir ya era imposible. Se vistió con torpeza, como si el cuerpo no terminara de obedecerle, y bajó al comedor. El simple olor a comida le produjo náuseas, pero aun así se obligó a comer una tostada con mantequilla y a beber dos cafés. El segundo apenas consiguió suavizarle el malestar.

Seguía temblándole ligeramente el pulso. Extendió las manos y las observó con atención, asegurándose antes de que nadie lo mirara. Tendría que dejar de beber de ese modo. O resignarse, más pronto que tarde, a una maquinilla eléctrica que siempre había detestado.

Decidió ir a la peluquería del pueblo. La lluvia persistía, aunque ya no caía con la misma furia. Gracias a los soportales que rodeaban la plaza pudo caminar sin mojarse. Cuando salió, la lluvia se había convertido en una llovizna persistente y fina.

Fue hasta donde había dejado el coche, en una calle lateral, y tomó la carretera general antes de desviarse hacia el camino que subía a uno de los pequeños pueblos de la Alpujarra. Apenas había avanzado unos cientos de metros cuando el coche empezó a patinar. El camino era un lodazal. Frenó con cuidado y se quedó allí, observando el barro espeso que cubría la calzada.

Aquello era una locura.

Pensó, no sin amargura, que irse a vivir a una casa aislada, comunicada por un camino así, había sido una pésima idea. Decidió ir ha hablar con Antonio Prieto, cancelaría los arreglos, devolvería las llaves y olvidaría el asunto antes de que se convirtiera en algo más serio.

El contratista, Antonio Prieto., lo recibió con una sonrisa tranquila.

—La mañana está pasada por agua —dijo—, pero mandé a tres hombres temprano. Ya están trabajando.

Daniel frunció el ceño.

—¿Los envió por ese camino?

—Ahora estará peor que a primera hora, sí. Pero no se preocupe. Es la primera lluvia fuerte en semanas. Aquí uno acaba acostumbrándose al barro. No es tan frecuente como parece.

Aun así, Daniel insistió en ir a ver el lugar. Antonio Prieto aceptó sin inconveniente.

El todoterreno del contratista avanzaba mejor por el camino embarrado. Mientras conducía, Delgado hablaba con naturalidad del clima, de las lluvias esporádicas, de la paciencia necesaria para vivir allí. Según él, nueve de cada diez días el tiempo era bueno.

Cuando llegaron, los tres trabajadores estaban comiendo. Uno era español; los otros dos, inmigrantes. Revisaron la casa. Delgado le explicó que el cálculo inicial era acertado: unas tablas nuevas, clavos, dos cristales y algo de yeso. Nada más.

—Con cuatro mil o cinco mil euros estará listo, salvo que quiera algo de lujo.

—No —respondió Daniel—. Sencillo está bien.

Al día siguiente el sol brillaba con fuerza y el camino, aunque destrozado, estaba casi seco. Los trabajos habían terminado. La casa seguía siendo austera, pero sólida. Muy sucia, eso sí.

En el pueblo le recomendaron a un matrimonio, los Sánchez, para la limpieza. Aceptaron hacerlo esa misma tarde por un precio razonable. Daniel aprovechó para comprar lo imprescindible: algo de menaje, ropa de cama, algunos muebles básicos. Regresó cargado, dejando lo más voluminoso para el día siguiente.

Cuando volvió, la casa ya parecía otra. Más habitable. Menos hostil.

Mientras descargaban, el señor Sánchez le preguntó:

—¿Ha comprado la casa o solo la ha alquilado?

—Alquilada. Por el verano.

—¿Vivirá solo?

Daniel explicó que su esposa se uniría a él pronto.

—Menos mal —dijo el hombre—. Vivir solo aquí… después de lo que pasó… no es bueno.

Daniel se tensó.

—¿Se refiere al crimen?

—Mi hijo lo vio todo. Tenía diez años entonces. Estaba pescando en el arroyo.

Daniel lo interrumpió, cortés pero firme. No quería oír más. Sin embargo, cuando el coche cruzó el pequeño puente, Sánchez señaló hacia atrás.

—Desde esa ventana lo vio. A Julia Amaya retrocediendo, y al hombre detrás, con el cuchillo. Luego ella salió corriendo. Mi hijo fue a avisarme. Nadie le creyó… hasta que encontraron el cuerpo, meses después.



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En el texto hay: triller, suspeno

Editado: 16.12.2025

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