Reino del Clan Sylvan
Elarion, el líder del Clan Sylvan, estaba de pie en medio de los escombros, con el viento susurrando entre los árboles rotos y las ramas caídas que ahora salpicaban el suelo de su amado reino. El polvo aún flotaba en el aire, y el eco del terremoto parecía resonar en su pecho mientras observaba la devastación: casas derrumbadas, grietas que serpenteaban como heridas abiertas en la tierra, y rostros de su pueblo marcados por el miedo y la pérdida. Sus hombros cargaban un peso invisible, y sus ojos, normalmente cálidos, estaban nublados por la preocupación. Sabía que su gente dependía de él, pero también que las respuestas y la ayuda estaban más allá de su alcance.
—Faelan, ven aquí —llamó con voz firme, aunque un leve temblor traicionaba su esfuerzo por mantener la compostura. Se giró hacia el joven fauno, que aún intentaba procesar el desastre, con las manos temblorosas y el rostro pálido por el shock.
Faelan se acercó con pasos vacilantes, sus pezuñas crujiendo sobre la tierra agrietada. Tragó saliva, tratando de reunir valor mientras miraba a su líder. 
—Estoy aquí, Elarion. ¿Qué necesitas de mí? —preguntó, su voz entrecortada pero decidida a no flaquear.
Elarion lo miró con una mezcla de afecto y urgencia, posando una mano callosa sobre el hombro del joven. 
—Necesito que partas hacia Lúthien de inmediato. Cuéntales lo que ha pasado: cómo la tierra se ha partido y arrasado nuestro hogar. Pregúntales si sus sabios tienen idea de por qué la naturaleza se ha vuelto contra nosotros, por qué nuestra magia no puede calmarla. Esto es más grande que nosotros, Faelan, y solo ellos podrían tener las respuestas.
Faelan asintió lentamente, sintiendo el peso de la responsabilidad asentarse sobre él como una capa húmeda. 
—Lo haré, Elarion. Partiré ahora mismo. No los defraudaré —respondió, su voz ganando fuerza mientras se enderezaba.
Elarion apretó el hombro de Faelan, sus ojos buscando los del joven con una intensidad casi paternal. 
—Confío en ti, hijo. Encuentra ayuda antes de que perdamos más. Que los espíritus del bosque te guíen y te protejan en cada paso. Vuelve con esperanza.
Faelan inclinó la cabeza en un gesto respetuoso, con el corazón latiendo con fuerza, y se dio la vuelta para preparar su partida. Recogió una bolsa sencilla con provisiones, abrazó a su familia entre lágrimas contenidas y prometió regresar con soluciones. Montó a su corcel, un animal de pelaje marrón claro que lo miró con ojos confiados, y se adentró en el bosque encantado, dejando atrás el lamento de su pueblo.
El reino de Lúthien
El viaje de Faelan fue agotador, una prueba de resistencia a través de senderos embarrados y tormentas inesperadas. Sus músculos protestaban, y el cansancio nublaba su visión, pero el pensamiento de su gente lo mantenía en marcha. Tras varios días, llegó exhausto a las fronteras de Lúthien. Los guardias, con armaduras que reflejaban la luz del atardecer, lo detuvieron de inmediato, sus manos listas sobre las empuñaduras de sus espadas.
—¿Quién eres y qué buscas en Lúthien? —preguntó uno de ellos, su tono firme pero no hostil, evaluando al fauno con curiosidad.
Faelan respiró hondo, enderezándose a pesar del agotamiento. 
—Soy Faelan, del Clan Sylvan. Vengo en paz, buscando ayuda y respuestas. Un terremoto ha devastado mi reino, y la naturaleza no responde a nuestra magia. Necesitamos saber si ustedes conocen la causa.
Los guardias intercambiaron una mirada cargada de incertidumbre antes de asentir. 
—Está bien, Faelan. Te escoltaremos al Palacio Real. El rey Aelar y la reina Lyria decidirán cómo proceder —dijo el líder, haciendo un gesto para que lo siguiera.
Faelan fue conducido por caminos bordeados de flores silvestres hasta el imponente Palacio Real, donde el mármol blanco brillaba como un faro de esperanza. Al entrar en el salón del trono, se inclinó profundamente, sintiendo el peso de las miradas reales sobre él.
—Majestades —comenzó, con la voz quebrada por la emoción—, vengo en nombre del Clan Sylvan. Un terremoto ha destruido nuestro hogar, y nuestra magia no puede detenerlo. Les ruego que nos ayuden a entender qué está ocurriendo.
Aelar y Lyria se miraron, sus rostros reflejando una mezcla de compasión y alarma. Aelar se inclinó ligeramente hacia adelante, su voz resonando con autoridad templada por gentileza. 
—Faelan, nos entristece escuchar esto. Haremos todo lo que esté en nuestro poder para ayudarte. Pero primero, cuéntanos más: ¿cuándo empezó el temblor? ¿Hubo señales antes?
Faelan relató cada detalle: el rugido de la tierra, las grietas que se tragaron casas, el pánico de su gente. Los reyes escucharon en silencio, sus expresiones endureciéndose con cada palabra.
Lyria frunció el ceño, volviéndose hacia Aelar con preocupación. 
—Esto me inquieta profundamente. Debemos consultar a nuestros sabios y magos. Puede que el equilibrio de Eldarion esté roto.
Aelar asintió, su mirada fija en Faelan. 
—Así lo haremos. Faelan, te invitamos a quedarte con nosotros mientras investigamos. Descansa, y confía en que trabajaremos para traer paz a tu reino.
Faelan inclinó la cabeza, un nudo de gratitud apretándole la garganta. 
—Gracias, majestades. No olvidaré su bondad.
Mientras tanto, Sophiel, la hija mayor de los reyes, se escondía tras una columna, su corazón latiendo con fuerza. La conversación había captado su atención, y sus ojos brillaban con una mezcla de asombro y temor. De pronto, una mano tocó su hombro, y un pequeño grito se le escapó antes de girarse y ver a Aranel, su mejor amiga, con una sonrisa juguetona.
—¡Aranel! ¡Casi me matas del susto! —susurró Sophiel, llevándose una mano al pecho.
Aranel rió bajito, cubriéndose la boca. 
—Perdona, no pude resistirme. ¿Qué haces espiando aquí?
Sophiel bajó la voz, su expresión volviéndose seria. 
—Estaba escuchando a mis padres. Algo horrible ha pasado. El Cristal de Equilibrio fue robado, y en Sylvan la tierra se abrió. Faelan vino a pedir ayuda.
Aranel abrió los ojos de par en par, el juego olvidado. 
—¿En serio? ¿Qué piensan hacer?
—Van a consultar a los sabios, pero estoy asustada —confesó Sophiel, su voz temblando—. Sin el Cristal, todo Eldarion podría colapsar.
Aranel apretó su hombro con cariño. 
—No te preocupes sola. Tus padres son fuertes, y nosotros también podemos ayudar. Quizás veamos algo que ellos pasan por alto.
Sophiel asintió, un destello de determinación en sus ojos. 
—Tienes razón. No nos quedaremos quietas.
Aelar, notando la fatiga en los hombros encorvados de Faelan, habló con calidez. 
—Has viajado mucho, Faelan. Te ofrecemos descanso. Debes estar exhausto.
Faelan sonrió débilmente, aliviado. 
—Gracias, majestad. El camino fue duro, y un poco de paz me vendría bien.
Aelar hizo una seña a un guardia. 
—Llévalo a una habitación para invitados. Asegúrate de que tenga todo lo necesario.
El guardia guió a Faelan por pasillos iluminados, donde el aroma de las flores flotaba en el aire. Llegaron a una estancia acogedora, con una cama mullida, una ventana con vistas a los jardines y detalles que reflejaban la hospitalidad de Lúthien. Faelan se dejó caer en la cama, el sueño reclamándolo mientras el guardia se retiraba.
Más tarde, mientras descansaba, Eryndor, el joven príncipe, entró sigilosamente, atraído por la curiosidad. Al acercarse, Faelan despertó de golpe, y ambos se miraron sorprendidos.
—¡Lo siento! No quería asustarte —dijo Eryndor, riendo nervioso.
Faelan se relajó, sonriendo. 
—No pasa nada. Soy Faelan, del Clan Sylvan. ¿Y tú?
—Eryndor, príncipe de Lúthien —respondió con orgullo—. ¿Es verdad lo del terremoto?
Faelan asintió, compartiendo su historia. Eryndor, fascinado, preguntó sobre Sylvan, y Faelan describió su belleza, tejiendo un lazo de amistad con el joven.