Capítulo 3
Bosque de Eldoria
El Bosque de Eldoria se extendía como un mar verde y salvaje justo al borde de Lúthien, un lugar donde la naturaleza parecía susurrar secretos antiguos a quien supiera escuchar. Árboles centenarios se alzaban como guardianes silenciosos, sus copas entrelazadas formando un techo que filtraba la luz del sol en rayos dorados y polvorientos. Ríos de agua cristalina serpenteaban entre raíces musgosas, y el aire estaba cargado de ese aroma terroso y fresco que solo los bosques vírgenes pueden ofrecer. Para los elfos errantes como Kaelith, Eldoria no era solo un paso en el camino; era un hogar temporal, un refugio donde el alma podía respirar.
Kaelith ajustaba las correas de su mochila en el claro de su campamento, un espacio modesto rodeado de helechos y flores silvestres que parecían inclinarse hacia él con respeto. Llevaba años haciendo este viaje cada cuatro meses: desde las tierras nómadas hasta el bullicioso mercado de Lúthien, en busca de hierbas raras, cristales encantados o simplemente el calor de una conversación con viejos conocidos. Su vida era la carretera, el viento en la cara y las estrellas como techo, pero siempre había algo en Lúthien que lo atraía de vuelta: quizás la promesa de algo nuevo, o el eco de una conexión que aún no había encontrado.
—Hora de moverse —murmuró para sí mismo, su voz ronca por el silencio de la mañana. Se echó la capa plateada sobre los hombros, un tejido ligero que captaba la luz como escamas de pez, y montó a su corcel, un caballo negro como la medianoche con ojos inteligentes que lo habían acompañado en innumerables aventuras.
El sendero era familiar, pero nunca aburrido. Kaelith saludaba a los ciervos que asomaban entre los arbustos, a los pájaros que revoloteaban curiosos sobre su cabeza. 
—Que tengáis un buen día, amigos —dijo con una sonrisa, sintiendo esa conexión profunda con el bosque que solo un errante podía entender.
Horas después, al cruzar la frontera, el paisaje cambió como si hubiera pasado a otro mundo. Los árboles de Lúthien eran más luminosos, sus hojas un verde vibrante que parecía brillar desde dentro. El aire se llenó de cantos de pájaros y el suave gorgoteo de arroyos. Kaelith inhaló profundamente, dejando que la paz del lugar se colara en sus huesos. 
—Siempre es como volver a casa, aunque no sea el mío —susurró, espoleando suavemente a su caballo hacia el mercado.
El mercado de Lúthien era un caos organizado de colores, olores y risas. Puestos adornados con enredaderas florecientes ofrecían frutas jugosas, pociones burbujeantes y joyas que capturaban la luz del sol. Kaelith desmontó, atando a su corcel a un poste, y comenzó a deambular, saludando a vendedores que lo reconocían.
—¡Kaelith, viejo zorro! ¿Qué te trae de vuelta? —gritó un elfo regordete desde un puesto de hierbas, agitando un manojo de lavanda mágica.
—Busco algo especial esta vez, amigo. Hierbas para sueños lúcidos, quizás un cristal que cante —respondió Kaelith, su sonrisa fácil ocultando esa extraña inquietud que lo había acompañado todo el día.
No muy lejos, Sophiel corría entre la multitud, su capa blanca ondeando como una bandera de rendición juguetona. Aranel la perseguía, ambas riendo a carcajadas por una broma tonta que Sophiel había gastado: había escondido el lazo favorito de Aranel en un puesto de dulces.
—¡Sophiel, devuélvemelo o te arrepentirás! —gritó Aranel, pero su amenaza se perdió en la risa.
Sophiel, distraída por la persecución, no vio a Kaelith hasta que fue demasiado tarde. Chocó contra su pecho con un “¡uf!” ahogado, tambaleándose hacia atrás. Kaelith, con reflejos afilados por años en el camino, la atrapó por los brazos antes de que cayera.
—Cuidado, pequeña torbellino —dijo, su voz cálida y divertida, aunque sus ojos verdes se abrieron un poco más al verla: cabello blanco como la luna, ojos claros como un lago al amanecer, y una presencia que parecía iluminar el aire a su alrededor.
Sophiel parpadeó, sonrojada, sintiendo el calor de sus manos a través de la tela. 
—Gracias… Lo siento mucho, no miraba por dónde iba —murmuró, enderezándose con gracia.
Aranel llegó jadeando, deteniéndose en seco al ver la escena. 
—¡Sophiel! ¿Estás bien? Oh… hola —dijo, notando al elfo errante.
Cuando Aranel pronunció el nombre de Sophiel, Kaelith se tensó ligeramente, reconociendo a la princesa. Instintivamente inclinó la cabeza para una reverencia, pero Sophiel lo detuvo con una mano suave en su brazo.
—No, por favor. Nada de reverencias. No quiero que todo el mercado se dé cuenta —susurró, su sonrisa traviesa pero sincera. Llevaba una capa blanca sencilla que ocultaba su vestido real, bordado con hilos dorados que captaban la luz como estrellas caídas.
Kaelith asintió, intrigado por su humildad. 
—Como desees… Sophiel. Soy Kaelith, un simple errante.
—Un errante que acaba de salvar a la princesa de una caída épica —bromeó Aranel, guiñándole un ojo—. Ven, te mostraremos el mercado. Es lo menos que podemos hacer.
Mientras caminaban entre los puestos, Kaelith no podía apartar los ojos de Sophiel. Hablaba con los vendedores como si fueran viejos amigos, probaba frutas con deleite infantil y reía con una libertad que él rara vez veía en la realeza. 
—¿Qué buscas realmente hoy? —preguntó ella, curiosa, mientras examinaba un cristal que parecía contener una tormenta en miniatura.
—Algo que me hable —respondió Kaelith, encogiéndose de hombros—. Los errantes seguimos señales, y hoy siento que hay una aquí.
Sophiel lo miró con interés genuino. 
—Quizás la hayas encontrado ya —dijo suavemente, antes de que Aranel las interrumpiera con un puesto de dulces.
Al caer la tarde, con el sol tiñendo el cielo de oro y rosa, Sophiel se volvió hacia él. 
—Kaelith, has sido nuestro salvador hoy. ¿Te gustaría cenar en el palacio? Como agradecimiento, y porque… me gustaría conocerte mejor.
Él dudó, su instinto nómada gritándole que los palacios eran trampas de oro y protocolo. 
—No sé si es mi lugar, Sophiel. Soy polvo de caminos, no de salones reales.
Ella tomó su mano, un gesto valiente y directo. 
—Tu lugar es donde te inviten con el corazón. Y el mío late por conocerte. Ven.
Aranel asintió con entusiasmo, y Kaelith, contra su mejor juicio, aceptó.
En el camino al palacio, se encontraron con Faelan y Eryndor. El fauno, con sus cuernos curvados y túnica verde, saludó con calidez; Eryndor, el hermano menor de Sophiel, con una curiosidad infantil que recordaba a Kaelith su propia juventud.
—¡Kaelith! —exclamó Faelan—. Eryndor y yo íbamos al comedor. ¡Únete!
El salón era un sueño de cristal y luz: candelabros que flotaban como estrellas, tapices que contaban leyendas vivas. Aelar y Lyria los recibieron con genuina hospitalidad, y Kaelith se encontró sentado entre Sophiel y Faelan, compartiendo historias de caminos lejanos y desastres recientes.
En la frontera entre reinos élficos
Thalion y su grupo emergieron de las sombras de Nimrath al bosque luminoso de Lúthien como si cruzaran un velo entre mundos. La transición fue abrumadora: del gris perpetuo a un estallido de verdes y dorados, del silencio opresivo al canto constante de la vida.
Lyra desmontó, tocando un árbol como si no creyera que fuera real. 
—Es… demasiado hermoso. Me duele mirarlo después de tanto tiempo en la oscuridad.
Dargan rió, pero su risa era nerviosa. 
—Siento que si parpadeo, desaparecerá.
Thalion, sin embargo, sentía algo más: un tirón en el pecho, como si el sueño de la elfa etérea lo hubiera seguido hasta aquí. 
—Recordad por qué venimos —dijo, su voz firme pero suave—. No somos invasores. Somos mensajeros de paz.
Kaelen ajustó su espada, más por hábito que por amenaza. 
—Espero que nos crean.
Avanzaron en silencio respetuoso, los animales del bosque observándolos sin miedo. Thalion no podía sacudirse la imagen de aquellos ojos claros, esa sensación de que su destino estaba entretejido con este lugar luminoso.