Más allá de las dunas
Eldric pisaba la arena ardiente con una determinación que parecía desafiar al mismísimo sol. Cada duna que dejaba atrás era un paso más cerca de su meta, un lugar del que solo se hablaba en cuentos para asustar a los niños: un valle envuelto en niebla negra, donde la tierra misma parecía respirar maldad. Cuando finalmente cruzó el último risco, el desierto dio paso a un panorama que le heló la sangre incluso a él: un terreno agrietado, cubierto de sombras retorcidas que se movían como si tuvieran vida propia. Criaturas deformes —mezclas imposibles de bestia y pesadilla— acechaban entre las rocas, sus ojos brillando como carbones en la penumbra.
Se quitó la capucha con un gesto lento, revelando un rostro marcado por el tiempo y el resentimiento. Eldric: cabello negro como la medianoche, ojos ámbar que parecían absorber la luz en lugar de reflejarla, y una cicatriz fina que cruzaba su mejilla izquierda como un recordatorio de batallas pasadas. Había sido un elfo errante, sí, pero la oscuridad siempre había latido en su pecho, esperando su momento.
—Al fin —susurró, su voz ronca por el polvo y la anticipación—. Aquí empieza todo.
Con el Cristal de Equilibrio palpitando en su bolsa como un corazón robado, Eldric sonrió. No era solo poder lo que buscaba; era venganza. Por los años de exilio, por las miradas de miedo, por ser el “diferente”. Ahora, con este artefacto, podía romper el mundo y reconstruirlo a su imagen.
Avanzó entre las sombras, las criaturas retrocediendo instintivamente. Sabía que pronto los reinos sentirían su mano. Y cuando lo hicieran, ya sería demasiado tarde.
El reino de Lúthien
Sophiel flotaba en la piscina del palacio, el agua caliente envolviéndola como un abrazo. El baño era un sueño: mármol blanco pulido, mosaicos que contaban historias de ríos y estrellas, vapor perfumado con jazmín y lavanda. Cerró los ojos, dejando que el estrés del día se disolviera… hasta que una visión la golpeó como un rayo.
De pronto, estaba en un bosque muerto. Árboles retorcidos, aire pesado como plomo. Y entonces lo vio: un elfo de cabello negro azabache, ojos que parecían pozos infinitos. No sabía su nombre, pero algo en él la hacía sentir… segura. Como si lo hubiera conocido toda la vida. Él extendió una mano, y Sophiel sintió paz. Justo cuando iba a hablar, todo se desvaneció.
Abrió los ojos de golpe, el agua chapoteando alrededor de ella. 
—¿Qué demonios fue eso? —jadeó, el corazón latiéndole como un tambor.
Se envolvió en una toalla, la mente dando vueltas. No era un sueño. Era una visión. Y tenía que contárselo a alguien.
En el corazón de Lúthien
Elicel, con sus 90 años que para un elfo eran apenas la adolescencia tardía, miraba por la ventana de su casa en lo alto del árbol. Su hogar era precioso: madera clara, enredaderas florecientes, vistas que quitaban el aliento. Pero para ella, era una jaula dorada.
Su padre, Phaelon, el comandante de la guardia real, la había criado con amor… y con miedo. “El mundo exterior es peligroso”, decía siempre. Pero Elicel soñaba con más. Quería ver dragones, cruzar desiertos, conocer a los faunos de las leyendas.
Esa noche, con la luna llena como testigo, tomó una decisión. Empacó una mochila pequeña —unas hierbas, un cuchillo, su diario— y se deslizó por la ventana. El viento nocturno le revolvió el cabello blanco mientras bajaba por las enredaderas.
—Adiós, papá —susurró, con lágrimas en los ojos pero el corazón en llamas—. Volveré… cuando sea alguien.
En el reino de Sylvaris
Los líderes faunos se reunieron en un claro sagrado, el aire cargado de tensión. Elarion habló primero, su voz temblando ligeramente:
—El Cristal está perdido. Sin él, nuestra tierra se muere.
Lyra, del Clan Harmonia, apretó los puños. 
—¿Y Lúthien? ¿Nos ayudarán?
—Faelan ya está en camino —respondió Elarion—. Pero debemos prepararnos por si…
El suelo tembló. Una grieta se abrió como una boca hambrienta, y de ella emergió Eldric, envuelto en sombras. Su sonrisa era un cuchillo.
—Faunos —dijo, su voz como grava—. Únanse a mí… o perezcan.
Uno a uno, los clanes cedieron. Solo Elarion, con el corazón en la garganta, retrocedió en silencio y huyó hacia Lúthien.
La sombra se extiende
En las semanas siguientes, Eldric extendió su influencia como una plaga:
- **Arcana**: Los magos, aterrorizados por hechizos que fallaban y torres que se agrietaban, juraron lealtad. Solo el Clan Arcano, liderado por Seraphina, escapó para advertir a Nimrath.
- **Durinheim**: Las minas colapsaban, los cristales se apagaban. Los enanos, con el martillo aún en la mano, se arrodillaron ante la amenaza.
- **Centauria**: Las estrellas se oscurecían, las praderas se secaban. Los centauros, guiados por las constelaciones, vieron en Eldric su única salvación.
El reino de Nimrath
Seraphina irrumpió en el salón del trono, exhausta pero decidida. 
—Eldric viene. Tiene el Cristal. Arcana ha caído.
Maelor se levantó, su sombra alargándose sobre los cristales oscuros. 
—Entonces la guerra ha comenzado.
El reino de Lúthien
Elarion llegó al palacio al amanecer, cubierto de polvo y sangre seca. Phaelon lo interceptó en la entrada.
—¿Qué ha pasado? —preguntó el comandante, su mano en la espada.
Elarion cayó de rodillas. 
—Eldric… tiene a los faunos. Viene por todos nosotros.
Aelar y Lyria escucharon en silencio mientras Elarion relataba el horror. Faelan, a su lado, apretó los puños.
—Debemos unirnos —dijo Aelar finalmente—. Lúthien, Nimrath, los faunos libres… todos.
Sophiel, que había entrado en silencio, sintió un escalofrío. El elfo de su visión… ¿era Eldric? ¿O era alguien más?
La oscuridad se acercaba. Y Eldarion, por primera vez en siglos, temblaba.