En el reino de Nimrath
Maelor estaba hundido en su despacho, rodeado de pergaminos arrugados y mapas manchados de tinta, cuando la puerta se abrió de golpe. Un mensajero entró jadeando, con el rostro enrojecido por la carrera y un pergamino sellado en la mano temblorosa. 
—Majestad… de Lúthien —dijo, inclinándose torpemente antes de entregarlo. 
Maelor rompió el sello con un gesto brusco, sus ojos oscuros recorriendo las líneas con rapidez. Cada palabra parecía un puñetazo. 
—Eldric —gruñó, dejando caer el pergamino sobre la mesa—. Ese maldito errante. Ha sometido a los faunos, a los magos… y ahora viene por todo. 
Un consejero, con el rostro pálido, se aclaró la garganta. 
—Los volcanes en Pyraeth no paran, majestad. Si no actuamos… 
—Envía respuesta a Aelar —interrumpió Maelor, frotándose las sienes—. Dile que Thalion ya está en camino. Y que los fuegos del infierno parecen un juego de niños comparado con lo que se avecina. 
El mensajero asintió y salió corriendo. Maelor se quedó mirando el mapa, sintiendo el peso de un mundo que se desmoronaba.
En el reino de Lúthien
Aelar estaba en su estudio, con Lyria a su lado revisando informes, cuando otro mensajero irrumpió. El pergamino de Nimrath temblaba en sus manos. 
Aelar leyó en silencio, su mandíbula tensándose. 
—Pyraeth arde. Arcana ha caído. Thalion viene. 
Lyria tomó su mano, sus ojos llenos de la misma preocupación que él sentía. 
—Los reinos se desangran, Aelar. Si no nos unimos… 
—Prepara el salón —dijo él, su voz firme pero cansada—. Thalion llegará pronto. Y que los dioses nos ayuden a convencerlo de que no somos enemigos.
Los reinos menores
En Faerieland, las hadas veían sus flores apagarse como velas al viento. Titania, con alas temblorosas, envió un colibrí encantado a Lúthien: Ayuda. La luz se muere.
En Salvy, los duendes veían sus ilusiones desvanecerse como humo. Thistle, con el corazón en un puño, reunió a Bramble y Moss: 
—Lúthien. Es nuestra única esperanza. 
Bajo el mar, en Aquaris, Nerida cantaba himnos que ya no calmaban a las ballenas. Sus emisarios, con escamas brillando en la oscuridad, nadaron hacia la superficie: El océano llora.
La Montaña Prohibida: Zalando
La Montaña Prohibida se alzaba como una cicatriz en el horizonte, envuelta en niebla y silencio. En su cima, la Cueva de los Suspiros esperaba, susurrando secretos que solo los valientes podían oír. 
Liora y Aurelia, dos hadas con alas como cristal, huyeron de Faerieland bajo la luna. 
—¿Y si no somos suficientes? —susurró Aurelia. 
—Entonces moriremos intentándolo —respondió Liora, apretando su mano. 
En Salvy, Thistle, Bramble y Moss hicieron lo mismo. 
—La cueva nos dará el poder —dijo Thistle, aunque su voz temblaba—. O nos matará. 
Se encontraron en un claro, bajo la misma luna. 
—¿Faerieland? —preguntó Thistle. 
—Y Salvy —respondió Liora—. Juntos. 
Se miraron, cinco corazones latiendo al unísono. 
—Juntos —repitieron.
En la biblioteca de Lúthien 
Días después, la biblioteca real era un refugio de silencio y polvo dorado. La luz de la tarde se filtraba por los ventanales altos, pintando rayas de oro sobre estanterías que parecían no tener fin. Sophiel y Kaelith estaban solos, el resto del palacio ocupado con preparativos para la llegada de Thalion. 
Kaelith había mencionado, casi de pasada, que buscaba un tratado antiguo sobre la *luz de luna plateada*, una planta que solo crecía en acantilados olvidados y que, según decían, curaba fiebres del alma. Sophiel, incapaz de resistir la curiosidad —y quizás algo más—, lo había arrastrado hasta aquí. 
—Está en la sección de botánica arcana —dijo ella, señalando una escalera de madera que parecía subir hasta el cielo—. Arriba del todo. 
Kaelith la miró con una ceja alzada. 
—¿Estás segura de que no quieres que suba yo? 
—Puedo con una escalera, gracias —respondió Sophiel, con una sonrisa desafiante. 
Subió con agilidad, su vestido blanco rozando los escalones. Kaelith se quedó abajo, con los brazos cruzados, observándola con una mezcla de diversión y algo más profundo que no se atrevía a nombrar. 
Sophiel alcanzó el estante superior, sus dedos rozando lomos polvorientos. 
—*Flora Mystica… Herbarium Noctis…* ¡Aquí! —Tiró del libro, pero la escalera crujió. Perdió el equilibrio, el tomo cayendo como una piedra. 
Kaelith se movió antes de pensar. La atrapó por la cintura, sus manos firmes contra la tela fina de su vestido. Sophiel aterrizó contra su pecho, el corazón latiéndole tan fuerte que estaba segura de que él lo sentía. 
—Dos veces en una semana —susurró ella, sonrojada hasta las orejas—. Empiezo a pensar que lo haces a propósito. 
Kaelith no rió. La miró, realmente la miró, y el aire entre ellos se volvió denso, cargado. 
—Sophiel… 
Ella alzó la vista. Sus ojos claros encontraron los verdes de él, y algo se rompió. 
Él la besó. 
No fue suave ni tentativo. Fue hambre, fue alivio, fue *por fin*. Sophiel respondió con la misma urgencia, sus manos subiendo a enredarse en el cabello plateado de Kaelith, atrayéndolo más cerca. El libro olvidado rodó por el suelo, olvidado. 
Cuando se separaron, jadeando, Kaelith apoyó su frente contra la de ella. 
—Llevo días queriendo hacer eso —confesó, su voz ronca. 
Sophiel rió, un sonido tembloroso y feliz. 
—Entonces no pares. 
Volvieron a besarse, más lento esta vez, explorando. Las manos de Kaelith recorrieron su espalda, deteniéndose en la curva de su cintura. Sophiel sintió el calor de sus palmas a través de la tela, y un escalofrío la recorrió entera. 
—Aquí no —susurró ella contra sus labios, aunque no se apartó. 
Kaelith sonrió, una sonrisa traviesa que le robó el aliento. 
—Tu habitación está más cerca. 
Ella lo tomó de la mano y lo guió por pasillos vacíos, el corazón latiéndole en la garganta. Nadie los vio. Nadie los detuvo. 
En su cuarto, la puerta se cerró con un clic suave. La luz de la luna entraba por la ventana, bañando la cama en plata. Sophiel se giró hacia él, y por un momento se quedaron quietos, mirándose. 
—¿Estás segura? —preguntó Kaelith, su voz baja, casi reverente. 
Ella asintió, alcanzando el lazo de su vestido. 
—Nunca he estado más segura de nada. 
El vestido cayó al suelo como una nube blanca. Kaelith tragó saliva, sus ojos oscureciéndose al verla. Sophiel dio un paso adelante, sus dedos temblando mientras desabrochaba la túnica de él. 
Piel contra piel, se tumbaron en la cama. Los besos se volvieron urgentes otra vez, manos explorando, bocas saboreando. Sophiel arqueó la espalda cuando los labios de Kaelith encontraron su cuello, su clavícula, el hueco entre sus pechos. Él murmuró su nombre como una oración, y ella respondió con un gemido que lo hizo temblar. 
Se movieron juntos, lentos al principio, aprendiendo el ritmo del otro. Luego más rápido, más profundo, hasta que el mundo se redujo a sus respiraciones entrecortadas, al roce de sus cuerpos, al calor que los consumía. 
Cuando llegó el clímax, Sophiel se aferró a él, su nombre en los labios. Kaelith la siguió segundos después, enterrando el rostro en su cabello, temblando. 
Después, se quedaron abrazados bajo las sábanas, el sudor enfriándose en su piel. Sophiel trazó la cicatriz en el hombro de Kaelith con un dedo. 
—¿De dónde es esta? —susurró. 
—Un lobo en las tierras del norte —respondió él, besando su frente—. Pero esta noche… esta noche vale todas las cicatrices. 
Ella sonrió, acurrucándose contra su pecho. 
—Quédate. 
—No me iría ni aunque el mundo se acabara —dijo Kaelith, y la besó de nuevo, suave, como una promesa. 
Fuera, la luna vigilaba en silencio. Dentro, dos almas se habían encontrado en medio del caos, y por unas horas, el mundo pudo esperar.