En el reino de Lúthien
Desde el primer día que Faelan pisó el palacio de Lúthien, algo cambió en el aire. Llegó exhausto, cubierto de polvo del camino, con los ojos llenos de la desesperación de su pueblo. Eryndor, el príncipe menor, fue uno de los primeros en recibirlo. El joven elfo, con su cabello dorado y esa arrogancia juvenil que lo hacía parecer más alto de lo que era, lo miró de arriba abajo como si evaluara a un extraño en su casa.
—Un fauno en el palacio —dijo Eryndor esa primera tarde, con una media sonrisa que no llegaba a sus ojos—. Bienvenido, supongo.
Faelan, aún recuperando el aliento, soltó una risa ronca. 
—No muerdo, alteza. Solo traigo malas noticias y un poco de barro en las pezuñas.
Eryndor parpadeó, sorprendido, y luego rió. Fue una risa genuina, breve, pero suficiente para romper el hielo. 
—Al menos eres honesto. Ven, te mostraré dónde puedes limpiarte.
Esa noche, mientras el palacio dormía, se encontraron en los jardines. Faelan no podía dormir; el peso de Sylvaris lo aplastaba. Eryndor, incapaz de conciliar el sueño por la curiosidad, lo vio desde su balcón y bajó. 
—¿No duermes? —preguntó Eryndor, sentándose en el borde de una fuente. 
—No cuando mi hogar se desmorona —respondió Faelan, tirando una piedrecita al agua—. ¿Y tú? 
—Curiosidad —admitió Eryndor, encogiéndose de hombros—. Nunca había hablado con un fauno. 
Se quedaron ahí hasta el amanecer, hablando de todo y nada. Faelan contó historias de su clan, de cómo bailaban bajo la luna para calmar a la tierra. Eryndor, por primera vez, habló de sus miedos: de no estar a la altura de su hermana, de su padre, de un reino que parecía demasiado grande para él. 
Al día siguiente, las miradas empezaron. 
En el comedor, Eryndor se sentaba frente a Faelan. Sus ojos se cruzaban por encima de las copas de vino, y uno de los dos siempre apartaba la vista primero, sonrojado. Durante las reuniones con los sabios, Eryndor se colocaba a su lado, “por casualidad”. Sus rodillas se rozaban bajo la mesa, y ninguno se movía. 
Una noche, en la biblioteca, Faelan alcanzó un libro alto y su brazo rozó el de Eryndor. Fue eléctrico. Eryndor se quedó quieto, el aliento atrapado en la garganta. 
—¿Estás bien? —preguntó Faelan, su voz más baja de lo normal. 
Eryndor tragó saliva. 
—Nunca mejor. 
La tercera semana, ya no podían fingir. 
Se encontraron en los establos, lejos de los ojos del palacio. Eryndor había ido a calmar a su caballo; Faelan, a escapar del bullicio. 
—No puedo dejar de pensar en ti —confesó Eryndor, su voz temblando. 
Faelan lo miró, sus ojos oscuros brillando bajo la luz de las antorchas. 
—Entonces no pienses. 
Lo besó. 
Fue torpe al principio, dientes chocando, risas nerviosas. Pero luego se volvió hambre. Eryndor se aferró a la camisa de Faelin, tirando de él hacia un rincón oscuro. Faelan lo empujó contra la pared de madera, sus manos fuertes en las caderas del príncipe. 
—Aquí no —jadeó Eryndor, pero no se apartó. 
—Tu habitación —gruñó Faelan. 
Corrieron por pasillos vacíos, riendo como niños. La puerta de Eryndor se cerró con un clic, y entonces no hubo más palabras. 
Faelan fue el que tomó el control. Siempre lo fue. Eryndor, el príncipe perfecto, se rindió por completo. Se dejó guiar, se dejó tocar, se dejó *tener*. Faelan lo besó hasta que ambos jadearon, lo desvistió con manos temblorosas de deseo, lo llevó a la cama como si fuera algo precioso y frágil. 
Eryndor se arqueó bajo él, sus uñas clavándose en la espalda de Faelan, sus gemidos ahogados contra el hombro del fauno. Faelan lo tomó con fuerza, con ternura, con una desesperación que ninguno entendía del todo. 
Después, se quedaron abrazados, sudorosos y temblando. Eryndor trazó las cicatrices en el pecho de Faelan con dedos suaves. 
—¿Esto… cambia algo? —susurró. 
Faelan besó su frente. 
—Cambia todo. 
Y así fue, noche tras noche. Se veían a escondidas, en rincones oscuros, en habitaciones vacías. Eryndor aprendió a desear, a necesitar. Faelan aprendió a proteger, a amar. Y en medio del caos que se avecinaba, encontraron un refugio en los brazos del otro.
Thalion y su grupo entraron al pueblo de Lúthien al atardecer, cuando el sol pintaba los tejados de oro. El castillo se alzaba al fondo, majestuoso, con torres que parecían tocar las nubes. Los guardias los esperaban en la entrada, rígidos pero respetuosos.
—Príncipe Thalion de Nimrath —anunció uno, inclinándose—. Bienvenidos.
Mientras cruzaban el mercado, no pudieron evitar detenerse. Era un caos hermoso: puestos de frutas que brillaban como joyas, telas que ondeaban como banderas, elfos que se movían con una gracia que parecía coreografiada. 
—Es… abrumador —dijo Lyra, tocando una flor que cantaba al ser rozada. 
—Y la gente —añadió Dargan, observando a un grupo de niños que reían mientras jugaban con luces flotantes—. Parecen sacados de un sueño. 
Thalion asintió, pero su mente estaba en otra parte. Esa sensación extraña en el pecho, como si alguien lo observara desde lejos. 
Al llegar al palacio, las puertas se abrieron con un crujido solemne. El vestíbulo era un sueño de mármol y luz, tapices que contaban batallas antiguas, estatuas que parecían respirar. 
Los guiaron a la sala de audiencias, donde Aelar y Lyria esperaban. 
—Príncipe Thalion —dijo Aelar, levantándose con una sonrisa tensa pero genuina—. Bienvenido. 
—Majestades —respondió Thalion, inclinándose—. Gracias por recibirnos. 
Lyria sonrió, más cálida. 
—Esperamos que esta sea la primera de muchas visitas. 
La conversación fluyó: cortesías, promesas, planes. Pero entonces entró Eryndor. 
El príncipe menor se colocó junto a su padre, su mirada fija en Thalion como un halcón. 
—Padre —dijo, inclinándose ligeramente—. Nuestros… invitados. 
Aelar presentó a Thalion. Eryndor asintió, pero sus ojos no se apartaron. 
—Bienvenidos —dijo, su voz fría—. Espero que su estancia sea… esclarecedora. 
Thalion se levantó, sosteniendo la mirada. 
—Príncipe Eryndor. Venimos en paz. 
Eryndor lo observó un momento más, luego asintió. 
—Esperemos que así sea. 
Lyria intervino con una sonrisa. 
—Siéntense, por favor. Hay mucho de qué hablar. 
Thalion se sentó, pero no pudo ignorar el calor que le subió por el cuello. De repente, la imagen de la elfa de su sueño volvió con fuerza: cabello blanco, ojos claros, una presencia que lo atraía como un imán. 
En la biblioteca, Sophiel dejó caer el libro que sostenía. Kaelith la miró, preocupado. 
—¿Estás bien? 
Ella asintió, pero su pecho ardía. El elfo de su visión… cabello oscuro, ojos como la noche. Y ahora, una sensación tan fuerte que casi dolía. 
Thalion, en la sala de audiencias, tragó saliva. 
Sophiel, en la biblioteca, cerró los ojos. 
Dos almas, separadas por pasillos y protocolos, sintieron el tirón del destino. 
Y el mundo, sin saberlo, contuvo el aliento.