El Cristal Guardián del Equilibrio

7

Más allá de las dunas: El Valle de las Sombras Eternas
El desierto se había tragado el sol hacía mucho, pero el calor persistía, pegajoso y opresivo, como si la arena misma respirara fuego. Eldric caminaba con paso firme, la capa ondeando tras él como una bandera de guerra. El terreno cambió de golpe: las dunas dieron paso a un cráter colosal, un pozo negro que parecía haber sido excavado por la mano de un dios enfurecido. Los bordes eran riscos irregulares, afilados como cuchillas oxidadas, y el fondo... el fondo era un mar de costras negras que crujían bajo las botas, dejando ver charcos de un líquido espeso y aceitoso que burbujeaba con un sonido húmedo y nauseabundo. El olor era insoportable: azufre mezclado con carne podrida, con algo dulce y enfermizo debajo.
El cielo encima era un techo bajo de nubes grises y pesadas, que filtraban la luz en un resplandor mortecino, como si el día se negara a entrar. Criaturas se arrastraban en las sombras: no eran animales, no del todo. Tenían formas retorcidas —patas demasiado largas, bocas que se abrían en vertical, ojos que brillaban como carbones en un fuego agonizante. No atacaban. Solo observaban, sus respiraciones siseantes llenando el silencio como un coro de serpientes. Lo reconocían. Lo *esperaban*.
Eldric avanzó hasta el centro del valle, una plataforma natural de obsidiana pulida por siglos de viento abrasivo y tormentas olvidadas. El cristal reflejaba su rostro distorsionado, la cicatriz en su mejilla pareciendo más profunda bajo esa luz muerta. Allí, arrodillados en un semicírculo irregular, esperaban los líderes de los clanes que había doblegado. Sus posturas eran rígidas, como marionetas con hilos cortados, pero sus ojos aún conservaban un último destello de humanidad… por ahora.
El mago de Arcana iba primero: su túnica, antes impecable con runas bordadas en plata, colgaba en jirones sucios, manchada de hollín y sangre seca. Su barba, antaño orgullosa, estaba chamuscada en las puntas, y sus manos temblaban sobre las rodillas.
Al lado, el enano de Durinheim: un coloso incluso de rodillas, con la armadura abollada y cubierta de grietas, como si hubiera sido golpeado por un martillo divino. Su barba roja estaba enredada con fragmentos de roca, y sus nudillos sangraban de golpear el suelo en vano.
El centauro de Centauria era el más imponente: su torso humano marcado por cicatrices frescas, la crin negra enredada con espinas y hojas muertas. Una flecha rota sobresalía de su flanco, y su cola golpeaba el suelo con un ritmo nervioso, como un caballo a punto de encabritarse.
El fauno de Sylvaris cerraba el círculo: sus cuernos, antes curvados con gracia, estaban agrietados y astillados, y sus ojos, grandes y expresivos, miraban al vacío con una resignación que dolía ver. Sus pezuñas arañaban la obsidiana, dejando surcos superficiales.
Eldric se detuvo frente a ellos, el Cristal de Equilibrio palpitando en su mano como un corazón enfermo, emitiendo una luz negra que parecía absorber la poca claridad que quedaba en el aire. Lo sostuvo en alto, y las criaturas en las sombras se agitaron, siseando con excitación.
—Os dije que vendríais —dijo, su voz baja pero resonando en el silencio opresivo, como si el valle mismo la amplificara—. Os dije que el mundo os había abandonado. Que os temía. Que os *usaba* como herramientas desechables.
El mago alzó la cabeza, su voz un graznido ronco.
—¿Qué… qué quieres de nosotros? ¿Por qué nos has traído a este infierno?
Eldric sonrió. Fue una sonrisa lenta, cruel, que no llegó a sus ojos ámbar, que brillaban con una intensidad febril.
—Quiero que veáis la verdad. La que vuestros reyes, vuestros clanes, vuestros dioses os han ocultado. El equilibrio es una cadena. La luz y la oscuridad, un juego de niños. Yo os liberaré.
Alzó el Cristal más alto. Una onda de oscuridad pura salió de él, como tinta derramada en agua clara, expandiéndose en un círculo perfecto que tocó al mago primero. El hombre gritó, un sonido gutural que reverberó en las rocas, su cuerpo convulsionando violentamente. La piel se le ennegreció como si lo quemaran desde dentro, venas oscuras extendiéndose por su cuello y rostro. Sus ojos se hincharon, luego se hundieron en pozos vacíos. Cuando el grito cesó, se levantó lentamente, su postura rígida, su voz un eco hueco y obediente.
—Mi señor —dijo, sin emoción.
Uno a uno, los demás sufrieron lo mismo. El enano rugió como un oso herido, sus puños golpeando la obsidiana hasta que los nudillos se partieron, sangre negra brotando. El centauro pateó el suelo con furia, sus cascos dejando cráteres, hasta que su grito se quebró en un relincho agonizante. El fauno lloró en silencio, lágrimas que se evaporaban antes de tocar el suelo, hasta que no quedó nada más que vacío.
Cuando terminó, se levantaron al unísono. Ya no eran ellos. Sus ojos eran pozos negros, sus expresiones idénticas máscaras de obediencia absoluta. Sus corazones… se habían vuelto negros.
—Vuestros corazones son míos ahora —dijo Eldric, guardando el Cristal con un gesto reverente—. Vuestros reinos serán míos. Marchad. Tomad lo que quede de vuestros clanes. Quemad lo que no se someta. Extendid la sombra. Y cuando Eldarion arda en oscuridad eterna, yo seré su rey. El único.
Se giraron sin una palabra, sin una duda. Sus pasos eran uniformes, mecánicos, como soldados en una marcha fúnebre. El valle los tragó, las criaturas en las sombras uniéndose a ellos en un coro de siseos y gruñidos. Eldric se quedó solo en la plataforma, alzando los brazos hacia el cielo nublado, riendo por lo bajo. El plan había comenzado.

En el camino a la Montaña Prohibida
El bosque era un laberinto vivo, con árboles centenarios cuyas raíces se enredaban como serpientes bajo el musgo espeso y húmedo. El aire estaba cargado de niebla matutina, fría y pegajosa, que se adhería a la piel y hacía que cada respiración pareciera más pesada. Liora iba al frente, sus alas de cristal zumbando con un nerviosismo constante, cortando la bruma como cuchillas diminutas. Aurelia caminaba a su lado, sus pasos ligeros pero tensos, los ojos escaneando cada sombra. Detrás, Thistle lideraba a los duendes: Bramble con su daga siempre lista, Moss cargando la mochila con provisiones que racionaban con cuidado, y el mapa improvisado —un pergamino arrugado y manchado de barro— temblando en las manos de Thistle.
Habían estado caminando desde el amanecer, el sol apenas un disco pálido filtrándose a través del dosel de hojas. El silencio era opresivo, roto solo por el crujido ocasional de una rama o el distante ulular de un búho que no pertenecía a la hora.
—No me gusta esto —susurró Liora por enésima vez, deteniéndose para aguzar el oído—. Demasiado silencio. Ni un pájaro. Ni un insecto.
Aurelia apretó su mano, sus dedos fríos.
—Solo un poco más. La base de la montaña está cerca. Según el mapa, el sendero sube desde aquí.
Thistle desenrolló el pergamino una vez más, frunciendo el ceño bajo su gorro puntiagudo.
—Deberíamos haber visto el risco ya. Si nos hemos desviado…
Un crujido fuerte, deliberado.
Todos se detuvieron en seco. Thistle sacó su daga con un movimiento fluido, el metal brillando débilmente en la penumbra. Liora alzó una mano, una bola de luz hada formándose en su palma, lista para lanzar. Aurelia se posicionó atrás, sus alas desplegadas para un despegue rápido. Bramble y Moss se agacharon, listos para saltar.
De entre los árboles, tambaleándose un poco, salió una figura: una elfa joven, de no más de noventa años —apenas una adolescente en términos élficos—. Su cabello blanco como la nieve estaba enredado con hojas y ramitas, su capa raída colgaba de un hombro, y llevaba una mochila pequeña que parecía pesada para su delgado marco. Sus ojos, grandes y azules, parpadearon confundidos al ver al grupo armado.
—¿Q-quiénes sois? —preguntó, su voz un susurro asustado, dando un paso atrás—. ¿Me… me estáis siguiendo?
Liora bajó la mano lentamente, la bola de luz disipándose.
—No te haremos daño. Somos… viajeros. ¿Qué haces sola en este bosque? Es peligroso.
La elfa se mordió el labio, mirando al suelo.
—Elicel. Me llamo Elicel. De Lúthien. Huí de casa. Mi padre… no me dejaba salir. Quería ver el mundo. Pensé que sería emocionante explorar sola.
Thistle guardó la daga, pero su expresión era escéptica.
—¿Sola? ¿En estos bosques? Chica, estás loca o suicida.
Elicel se sonrojó, cruzando los brazos.
—No soy una niña. Sé cuidarme. He caminado días. Solo… me perdí un poco.
Aurelia se acercó, su voz suave.
—Siéntate. Descansa. Te daremos agua. Pero dinos la verdad: ¿hacia dónde vas?
Elicel se sentó en una raíz expuesta, aceptando el odre que Moss le ofreció. Bebió con avidez, luego suspiró.
—No lo sé. Solo… lejos. Lejos de las lecciones, de las murallas. Quería aventura. Pero ahora todo es frío y oscuro, y no sé cómo volver.
Bramble intercambió una mirada con Thistle. Liora se sentó a su lado, sus alas plegándose.
—No puedes volver ahora. Hay cosas peores que la oscuridad en estos caminos.
Elicel la miró, confundida.
—¿Cosas peores? ¿Qué quieres decir?
Thistle se agachó frente a ella, su voz baja y seria.
—Escucha bien, elfa. El mundo se está rompiendo. El Cristal de Equilibrio fue robado por un elfo llamado Eldric. Reinos enteros caen: Arcana, Durinheim, Centauria, Sylvaris. La tierra tiembla, los volcanes rugen, la magia falla. Nosotros vamos a la Montaña Prohibida, a la Cueva de los Suspiros. Allí, los antiguos espíritus susurran secretos. Poder para detenerlo. O para morir intentándolo.
Elicel abrió los ojos como platos, su rostro palideciendo.
—¿El… el Cristal? ¿Robado? Pero… mi padre es comandante en Lúthien. Nunca mencionó…
Aurelia tomó su mano.
—Porque Lúthien aún resiste. Pero no por mucho. Si Eldric gana, todo arderá.
Moss añadió, con voz temblorosa:
—La cueva está en la cima. Custodiada por espíritus. Solo los puros de corazón entran. Escuchas los suspiros… y obtienes conocimiento ancestral. Poder para restaurar el equilibrio.
Elicel se quedó en silencio, procesando. Sus manos temblaban.
—Yo… no sé nada de esto. Solo quería libertad. Pero si el mundo se acaba… no puedo volver como si nada.
Liora la miró fijamente.
—Entonces ven con nosotros. Necesitamos manos. Ojos. Corazón.
Elicel tragó saliva, luego asintió lentamente.
—Está bien. Iré. Enséñenme.
Thistle sonrió por primera vez.
—Bienvenida al caos, Elicel.
El grupo se reformó, seis ahora. Elicel caminaba en el medio, bombardeada con preguntas y historias: cómo huir de casa, cómo sobrevivir en el bosque. Ella escuchaba, asombrada, su mundo ampliándose con cada paso. El camino era largo, el aire frío, la oscuridad acercándose. Pero por primera vez, no caminaban solos. Y Elicel, la elfa que solo quería aventura, acababa de encontrar una que podría cambiarlo todo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.