En la biblioteca de Lúthien
La biblioteca real era un santuario de silencio y polvo dorado, con estanterías que se elevaban como árboles antiguos hasta el techo abovedado, pintado con frescos de estrellas y constelaciones que parecían moverse bajo la luz de las lámparas flotantes. El aire olía a pergamino viejo, tinta seca y un toque de lavanda de los sachets que las bibliotecarias colocaban entre los tomos para ahuyentar a los insectos. Kaelith estaba sentado en una mesa de roble pulido, rodeado de libros abiertos sobre herbolaria arcana, pero sus ojos no estaban en las páginas. Estaban en Sophiel.
Ella estaba a unos pasos, subida a una escalera baja, buscando un volumen específico sobre plantas que cantaban bajo la luna. Su vestido blanco fluía como agua, el cabello plateado cayendo en ondas suaves sobre sus hombros. Kaelith la observaba con una intensidad que le dolía en el pecho. Tenía 234 años ahora —un elfo en la plenitud de su vida, con cicatrices que contaban historias de caminos lejanos y batallas olvidadas—. Pero en momentos como este, se sentía como el muchacho de 103 años que había sido, ingenuo y vulnerable.
Recordaba demasiado bien a Lirael. 
Ella había sido una errante como él, con ojos verdes como esmeraldas y una risa que hacía que el mundo pareciera más brillante. Se habían encontrado en un mercado de las tierras del este, compartiendo una botella de vino élfico robado y sueños de viajes interminables. Kaelith se había enamorado como un tonto: le había dado su corazón entero, planeado una vida nómada juntos. Pero Lirael tenía otros planes. 
Un día, en Lúthien, la vio del brazo de un mercader rico, un elfo con túnicas de seda y anillos que brillaban como estrellas falsas. Lirael reía, su mano en el brazo del hombre, y cuando vio a Kaelith, su risa se volvió cruel. 
—¿Tú? —dijo, con una sonrisa que cortaba como vidrio—. Pobre Kaelith. Siempre fuiste un sueño bonito, pero yo necesito realidad. Él me da un palacio. Tú me dabas… ¿qué? ¿Polvo de caminos?
Kaelith se había quedado allí, paralizado, mientras ella se casaba con el mercader en una ceremonia fastuosa. La odiaba. La odiaba con un fuego que ardía en su pecho durante décadas. Cada vez que pasaba por Lúthien, evitaba los mercados ricos, evitaba los recuerdos.
Pero ahora… ahora estaba Sophiel. 
Ella bajó de la escalera con el libro en la mano, sonriendo con esa inocencia pura que lo desarmaba. 
—Aquí está —dijo, sentándose a su lado—. *Cantos Lunares: Hierbas que Susurran*. Debería tener lo que buscas.
Kaelith tomó el libro, pero sus dedos rozaron los de ella, y no lo soltó. 
—Sophiel… 
Ella lo miró, curiosa, sus ojos claros como lagos al amanecer. 
—¿Qué pasa?
Él tragó saliva. Recordaba la risa de Lirael, el dolor que lo había endurecido. Pero Sophiel… Sophiel era diferente. Pura. Inocente. No había maldad en ella, solo luz. 
—Nada —dijo finalmente, sonriendo—. Solo… gracias. Por todo.
Ella se sonrojó, pero no apartó la mano. 
—Siempre, Kaelith.
Él sabía, en el fondo de su alma, que ella nunca lo traicionaría. Nunca se reiría de él. Sophiel era su redención.
En el reino de Nimrath
En las profundidades de Nimrath, donde las cavernas estaban iluminadas por cristales oscuros que pulsaban con una luz tenue y azulada, el rey Maelor caminaba de un lado a otro en su salón privado. Las paredes de piedra negra absorbían el sonido, haciendo que cada paso resonara como un eco de sus preocupaciones. Mapas arrugados cubrían la mesa central, marcados con flechas rojas que indicaban avances de Eldric, reinos caídos, rutas de escape.
Maelor se detuvo frente a un tapiz que mostraba la historia de Nimrath: batallas ganadas en sombras, alianzas forjadas en sangre. Pero ahora… ahora todo pendía de un hilo.
Thalion. Su hijo. El príncipe que había enviado a Lúthien con esperanza en el corazón y miedo en el estómago. Maelor recordaba la despedida: Thalion, alto y orgulloso, con esa determinación que lo hacía tan parecido a él mismo de joven. 
—Padre, resolveremos esto —había dicho Thalion, abrazándolo con fuerza—. En paz.
Pero Maelor no era tonto. Sabía de Eldric. Sabía del Cristal. Sabía que la oscuridad se extendía como una plaga. Y Thalion estaba en el centro de la tormenta.
Se sentó en su trono de piedra, frotándose las sienes. La reina Elara había muerto años atrás, dejándolo solo con sus preocupaciones. Thalion era todo lo que le quedaba. 
—Que los dioses lo protejan —murmuró, mirando el techo de la caverna como si pudiera ver a través de él hasta Lúthien—. Y que regrese entero.
El futuro era incierto. La guerra se acercaba. Y Maelor, por primera vez en siglos, sentía miedo.