El Cristal Guardián del Equilibrio

9

En el reino de Lúthien
La sala del trono era un espectáculo de luz y gracia: columnas de mármol blanco veteado de oro que se elevaban hasta un techo abovedado pintado con escenas de bosques eternos y ríos cristalinos. Candelabros flotantes derramaban una luz suave y cálida, haciendo que los tapices en las paredes parecieran cobrar vida con cada parpadeo. El aire olía a flores frescas —jazmín y lirios— y a madera pulida. Thalion y su grupo —Lyra, Dargan y Kaelen— estaban de pie frente al estrado, sintiéndose un poco fuera de lugar en medio de tanta elegancia. Sus botas aún llevaban el polvo de Nimrath, y sus capas oscuras contrastaban con los tonos claros de los elfos de Lúthien.
El rey Aelar se levantó de su trono, una pieza tallada en madera viva que parecía crecer del suelo mismo. Su esposa Lyria, a su lado, sonreía con esa calidez que hacía que incluso los extraños se sintieran bienvenidos. Eryndor, el príncipe menor, estaba de pie junto a su padre, con los brazos cruzados y una expresión que era una mezcla de cortesía forzada y desdén apenas disimulado.
—Habéis viajado lejos, príncipe Thalion —dijo Aelar, su voz resonando con autoridad pero sin frialdad—. La hospitalidad de Lúthien es vuestra. Descansad primero. Habrá tiempo para hablar de alianzas y amenazas. Esta noche, cenaremos juntos como amigos.
Lyria asintió, su sonrisa ampliándose.
—Habéis tenido un viaje agotador. Nuestros sirvientes os guiarán a aposentos dignos de un heredero como vos. Baños calientes, camas suaves… todo lo que necesitéis.
Thalion inclinó la cabeza, agradecido pero alerta.
—Majestades, vuestra generosidad nos honra. Aceptamos con gratitud.
Aelar hizo una seña a un sirviente cercano, un elfo joven con túnica azul clara y una expresión servicial.
—Llévalos a las suites del ala este. Asegúrate de que tengan todo lo necesario.
El sirviente se inclinó profundamente.
—Seguidme, por favor.
Mientras salían, Eryndor los siguió con la mirada, sus labios apretados en una línea fina. Thalion sintió esa mirada como una daga en la espalda, pero no dijo nada. Lyra murmuró algo sobre “príncipes malcriados”, y Dargan soltó una risita ahogada.

Eryndor irrumpió en sus aposentos como una tormenta, cerrando la puerta con un portazo que hizo temblar los candelabros. La habitación era un reflejo de su estatus: una cama enorme con dosel de seda verde, tapices de batallas élficas en las paredes, una chimenea donde el fuego crepitaba alegremente, y una ventana que daba a los jardines iluminados por la luna. Pero nada de eso calmaba su furia.
—Ese… ese príncipe de las sombras —gruñó, quitándose la capa con un tirón violento y lanzándola sobre una silla—. En *mi* casa. Actuando como si fuera bienvenido.
Pateó una alfombra, el rostro enrojecido. Nimrath siempre había sido el enemigo: oscuros, misteriosos, con su magia retorcida. Y ahora su padre los invitaba a cenar. Como si nada.
La puerta se abrió sin llamar. Faelan entró, cerrándola suavemente detrás de él. El fauno llevaba una túnica sencilla, pero sus ojos oscuros brillaban con esa mezcla de diversión y deseo que siempre desarmaba a Eryndor.
—¿Mal día, alteza? —preguntó Faelan, su voz ronca y juguetona.
Eryndor se giró, aún echando humo.
—No lo entiendes. Thalion… en la sala del trono. Sonriendo. Como si no fuéramos enemigos.
Faelan se acercó, lento, como un depredador que sabe que su presa no huirá.
—Olvídate de él —murmuró, llegando hasta Eryndor y rodeándolo con los brazos por la cintura—. Por una noche.
Eryndor intentó resistir, pero el calor del cuerpo de Faelan contra su espalda lo derritió. El fauno olía a bosque y a algo salvaje, y cuando sus labios rozaron el cuello del príncipe, Eryndor soltó un suspiro tembloroso.
—Faelan…
El fauno lo giró, empujándolo contra la pared junto a la chimenea. Sus bocas se encontraron en un beso feroz, dientes chocando, lenguas luchando por dominio. Eryndor gimió en la boca de Faelan, sus manos subiendo a enredarse en los cuernos del fauno, tirando con fuerza. Faelan gruñó, mordiendo el labio inferior de Eryndor hasta que sangró un poco, el sabor metálico mezclándose con su saliva.
—Te necesito —jadeó Eryndor, sus manos bajando a la túnica de Faelan, tirando de los lazos con urgencia.
Faelan lo levantó como si no pesara nada, llevándolo a la cama en tres zancadas. Eryndor cayó sobre las sábanas de seda, el fauno encima de él, quitándole la ropa con manos expertas y brutales. Los botones volaron, la tela se rasgó. Eryndor arqueó la espalda cuando Faelan mordió su clavícula, dejando marcas rojas que dolían deliciosamente.
—Más —suplicó Eryndor, sus uñas clavándose en la espalda de Faelan.
El fauno obedeció. Lo volteó boca abajo, tirando de sus caderas hacia arriba. Eryndor jadeó cuando sintió la lengua de Faelan en su entrada, caliente y húmeda, preparándolo con una lentitud tortuosa. Sus dedos se enredaron en las sábanas, el cuerpo temblando.
—Faelan… por favor…
El fauno se posicionó, entrando de un solo empujón profundo. Eryndor gritó, el dolor y el placer mezclándose en una oleada que lo dejó sin aliento. Faelan no esperó; embistió con fuerza, una y otra vez, el sonido de piel contra piel llenando la habitación. Eryndor se empujaba hacia atrás, encontrando cada embestida, sus gemidos convirtiéndose en súplicas incoherentes.
No se quedaron en la cama. Faelan lo levantó, presionándolo contra la pared junto a la ventana. Eryndor envolvió las piernas alrededor de su cintura, el fauno sosteniéndolo con facilidad mientras lo tomaba de nuevo, más profundo, más rápido. El vidrio tembló con cada impacto.
Luego el escritorio: papeles volando, tinta derramándose, Eryndor inclinado sobre la madera fría mientras Faelan lo follaba desde atrás, una mano en su cabello tirando su cabeza hacia atrás, la otra en su cadera dejando moretones.
Finalmente, el suelo frente a la chimenea. Eryndor encima esta vez, cabalgando con furia, sus manos en el pecho de Faelan, uñas arañando. El fauno lo guiaba por las caderas, embistiendo hacia arriba, sus gruñidos mezclándose con los jadeos del príncipe.
Cuando llegaron al clímax, fue juntos: Eryndor gritando el nombre de Faelan, el fauno mordiendo su hombro para ahogar su propio rugido. Colapsaron en el suelo, sudorosos, temblando, el fuego crepitando a su lado.
Eryndor se acurrucó contra el pecho de Faelan, su respiración aún agitada.
—Olvidé… olvidé todo.
Faelan besó su frente, sus dedos trazando las marcas en su piel.
—Bien. Porque esta noche, eres mío.
Y por unas horas, el mundo exterior —con sus príncipes enemigos y sus amenazas— dejó de existir.




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