El Cristal Guardián del Equilibrio

10

En el reino de Lúthien
El ala de invitados del palacio era un pasillo largo y sereno, con puertas de madera clara tallada con motivos de hojas y estrellas, iluminado por lámparas que flotaban como luciérnagas encantadas. Sophiel caminaba descalza, su vestido blanco susurrando contra el suelo de mármol pulido, el corazón latiéndole como un tambor en el pecho. Había escapado de sus doncellas con una excusa tonta sobre necesitar un libro de la biblioteca, pero la verdad era que no podía esperar más. La cena estaba a punto de empezar, pero necesitaba verlo. A *él*.
Llegó a la puerta de Kaelith, una de las suites más amplias —cortesía de sus padres, que lo trataban como a un invitado de honor—. Golpeó suavemente, dos veces, como habían acordado en susurros la noche anterior. La puerta se abrió casi al instante, y allí estaba él: Kaelith, con el cabello plateado suelto sobre los hombros, una túnica sencilla desabrochada en el cuello, revelando la piel bronceada por años de caminos. Sus ojos verdes se iluminaron al verla.
—Sophiel —susurró, tirando de ella dentro y cerrando la puerta con el pie.
No hubo palabras al principio. Solo besos. Urgentes, desesperados. Sophiel se lanzó a sus brazos, sus manos subiendo a enredarse en su cabello, atrayéndolo más cerca. Kaelith la levantó como si no pesara nada, sus manos fuertes en sus caderas, presionándola contra la pared junto a la puerta. Sus bocas se devoraban: lenguas entrelazadas, dientes rozando labios, gemidos ahogados. Sophiel sintió el calor de su cuerpo a través de la tela fina, y un escalofrío la recorrió entera.
—Te necesito —jadeó ella contra su boca, sus dedos desabrochando los lazos de su túnica con urgencia.
Kaelith gruñó, mordiendo su cuello, dejando una marca que la haría sonrojar mañana. La llevó a la cama en dos zancadas, dejándola caer sobre las sábanas de lino blanco. Sophiel tiró de él encima, sus piernas envolviéndolo, el vestido subiéndose por sus muslos. Kaelith besó cada centímetro expuesto: el hueco de su clavícula, el valle entre sus pechos, bajando hasta el ombligo. Sus manos exploraban, expertas y tiernas, quitándole el vestido con una lentitud que la volvía loca.
—Kaelith… por favor —suplicó ella, arqueando la espalda cuando sus labios encontraron su centro, caliente y húmedo.
Él la complació, su lengua dibujando círculos que la hicieron gritar, sus dedos uniéndose al ritmo hasta que Sophiel se deshizo en un orgasmo que la dejó temblando. Pero no terminaron ahí. Kaelith se posicionó encima, entrando en ella con un empujón profundo que los hizo jadear a ambos. Se movieron juntos, apasionados, salvajes: Sophiel clavando las uñas en su espalda, Kaelith embistiendo con fuerza, sus nombres en los labios del otro. Cambiaron posiciones —ella encima, cabalgando con furia; él detrás, tomándola por las caderas— hasta que el clímax los golpeó como una ola, colapsando exhaustos y sudorosos.
Se quedaron abrazados, respiraciones entrecortadas, besos suaves en la frente.
—La cena… —murmuró Sophiel finalmente, riendo bajito.
Kaelith besó su nariz.
—Valió la pena llegar tarde.
El gran salón era un sueño de opulencia: una mesa larga de madera viva, cubierta de manteles bordados con hilos de plata, candelabros que flotaban como estrellas, y platos de porcelana fina llenos de manjares: venado asado con hierbas, frutas que brillaban como joyas, vinos élficos que sabían a verano eterno. El rey Aelar estaba en la cabecera, Lyria a su lado, Eryndor a la derecha con Faelan a su izquierda —el fauno con una sonrisa discreta pero satisfecha. Thalion y su grupo —Lyra, Dargan, Kaelen— estaban sentados enfrente, con Kaelith y Sophiel al final, cerca de la reina.
Sophiel entró del brazo de Kaelith, sonrojada pero radiante. Thalion se levantó al verla, y el mundo pareció detenerse.
Aelar sonrió.
—Príncipe Thalion, permitidme presentaros a mi hija, Sophiel.
Sophiel hizo una reverencia cortes, elegante y fluida, su vestido blanco ondeando.
—Un honor, príncipe Thalion.
Thalion inclinó la cabeza, sus ojos oscuros fijos en los claros de ella.
—El honor es mío, princesa.
Se miraron. Fijamente. Como si el salón se hubiera vaciado. Thalion sintió ese tirón del sueño: el cabello blanco, los ojos como agua cristalina. Sophiel sintió la visión: el elfo oscuro, la conexión inexplicable. El aire entre ellos vibró.
Lyra, sentada al lado de Thalion, apretó los labios. Siempre había estado enamorada de él —en secreto, dolorosamente—. Verlo mirar a Sophiel así… fue como un puñetazo. Sus manos se cerraron en puños bajo la mesa.
Kaelith, al lado de Sophiel, sintió odio puro. Ese príncipe de Nimrath, mirando a *su* Sophiel como si tuviera derecho. Sus dedos se clavaron en el brazo de la silla.
La cena comenzó. Platos circulando, vino fluyendo. Eryndor, con una sonrisa venenosa, soltó la primera daga.
—Dime, príncipe Thalion —dijo, cortando su venado con precisión—. ¿En Nimrath también coméis con las manos? O es que vuestras sombras os limpian los dedos.
Thalion sonrió, frío.
—Nuestrassombras son educadas, príncipe Eryndor. No interrumpen la cena con insultos infantiles.
Lyra rió bajito, pero sus ojos seguían en Sophiel. Dargan y Kaelen intercambiaron miradas divertidas. Faelan, al lado de Eryndor, puso una mano discreta en su muslo bajo la mesa, calmándolo.
Eryndor no cedió.
—Y vuestras alianzas… ¿también son tan *oscuras* como vuestros reinos?
Aelar frunció el ceño.
—Eryndor.
Pero Thalion levantó una copa.
—A la paz entre luz y sombra, alteza. Que dure más que vuestros modales.
El salón estalló en risas tensas. Sophiel miró a Thalion, fascinada. Kaelith apretó su mano bajo la mesa. Lyra bebió vino como si fuera veneno.
La cena continuó, llena de dagas verbales y sonrisas falsas. Pero bajo la mesa, manos se rozaban, corazones latían, y el destino tejía sus hilos con más fuerza que nunca.




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