El Cristal Guardián del Equilibrio

11

En el reino de Lúthien

El sol apenas rozaba los tejados cuando Elarion —líder del Clan Verdant, el mismo fauno que había huido de Sylvaris tras la aparición de Eldric— encontró a Faelan en uno de los jardines laterales. El aire olía a rocío y a jazmín recién abierto; los pájaros cantaban como si el mundo no estuviera a punto de romperse. Faelan estaba sentado en el borde de una fuente, las pezuñas sumergidas en el agua fría, la mirada perdida en los remolinos que formaba con los dedos.
Elarion se acercó con pasos pesados, los cuernos curvados proyectando sombras largas sobre el césped.
—Faelan.
El joven fauno levantó la vista, y su rostro se endureció al instante.
—No.
—No te he dicho nada aún.
—No hace falta. —Faelan se puso de pie, el agua salpicando—. Vienes a decirme que vuelva. Que el clan me necesita. Que Eldric está extendiendo sus garras.
Elarion asintió, lento.
—Exacto. Los terremotos han abierto grietas nuevas. Los árboles sangran savia negra. Los niños preguntan por ti. Por nosotros.
Faelan sintió que el corazón se le encogía como una hoja seca bajo el sol. Miró hacia el palacio, hacia la ventana del ala este donde sabía que Eryndor aún dormía. La noche anterior había sido fuego y promesas susurradas; ahora, la realidad le golpeaba como un mazazo.
—No puedo dejarlo —dijo, la voz quebrada—. No ahora.
—Puedes y debes. —Elarion puso una mano en su hombro, firme pero no cruel—. El príncipe tiene un reino que lo protegerá. Tú tienes un pueblo que te necesita para sobrevivir.
Faelan apretó los puños. Las lágrimas le quemaban los ojos, pero no cayeron.
—Dile… dile que lo siento. Que volveré cuando pueda.
Elarion asintió, comprensivo.
—Se lo diré. Pero no esperes que lo entienda.
Faelan se giró, mirando una última vez la ventana. Luego, con el corazón hecho trizas, siguió a su líder hacia la salida del palacio. Cada paso era un clavo en el pecho.
El sol brillaba alto y dorado, filtrándose entre las hojas de los árboles centenarios que rodeaban el palacio. Los reyes habían organizado un paseo “informal” —aunque nada en Lúthien era realmente informal— para que los jóvenes se conocieran mejor. Sophiel caminaba en el centro del grupo, el vestido de gasa azul claro ondeando con la brisa, el cabello recogido en una trenza suelta que dejaba mechones blancos danzando alrededor de su rostro. A su lado, Aranel parloteaba sobre flores mágicas; detrás, Thalion y sus amigos —Lyra, Dargan, Kaelen— seguían el ritmo con una mezcla de fascinación y cautela. Eryndor cerraba la marcha, los brazos cruzados y la expresión de quien preferiría estar en cualquier otro lugar. Kaelith, invitado por cortesía, caminaba al lado de Sophiel, la mano rozando la suya de vez en cuando.
El sendero era ancho y cubierto de pétalos caídos que crujían bajo las botas. El aire olía a pino y a miel silvestre. Thalion no podía apartar los ojos de Sophiel. La luz del sol la envolvía como un halo; cada vez que ella reía, él sentía que el mundo se detenía.
Sophiel, por su parte, no podía dejar de mirarlo de reojo. El elfo de sus visiones. Cabello oscuro, ojos profundos, una presencia que la atraía como la marea.
—¿Cómo es Nimrath? —preguntó finalmente, deteniéndose junto a un arroyo cristalino.
Thalion sonrió, cortés pero sincero.
—Oscuro. Misterioso. Nuestros bosques son de sombras y cristal negro; las estrellas brillan más fuertes porque la noche es más densa. Pero hay belleza en la oscuridad, princesa. Como en las cuevas donde crecen hongos que cantan.
Sophiel se sonrojó.
—Suena… mágico.
—Ven un día —dijo él, sin pensar—. Te mostraré.
Kaelith, a unos pasos, apretó los dientes. Lyra, al lado de Thalion, sintió celos como ácido en la garganta. Eryndor rodó los ojos.
El paseo terminó al atardecer. El grupo regresó al palacio, risas y anécdotas flotando en el aire. Pero en la entrada principal, un mensajero esperaba a Kaelith con una carta sellada en cera verde. El elfo la abrió, leyó en silencio, y su rostro se endureció.
Sophiel se acercó, preocupada.
—¿Qué pasa?
Kaelith dobló la carta con cuidado.
—Mi clan en el norte. Necesitan ayuda. Una plaga mágica. Tengo que irme.
Sophiel sintió que el suelo se movía bajo sus pies.
—¿Ahora?
—Ahora. —La tomó de la mano, apartándola del grupo—. Sophiel…
La besó. No como en la biblioteca, no como amantes furtivos. Fue un beso desesperado, lleno de promesas y despedidas. Sus manos en su rostro, sus labios temblando. Cuando se separaron, ambos tenían lágrimas en los ojos.
—Volveré —dijo él, la voz ronca—. Te lo juro.
Sophiel asintió, incapaz de hablar.
Kaelith se giró hacia Thalion, que observaba en silencio. Sus ojos verdes se clavaron en los oscuros del príncipe de Nimrath, una advertencia clara como una daga desnuda.
Cuídala. O te encontraré.
Thalion asintió, serio.
Kaelith montó su caballo, la capa plateada ondeando tras él, y desapareció por el camino al galope. Sophiel se quedó mirando hasta que fue solo un punto en el horizonte, el corazón hecho pedazos.




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