1.

Aún recuerdo el sonido de la lluvia ese día.

Recuerdo como lloraba mi madre al mirarme de reojo en el espejo, como se limpiaba las lágrimas con el dorso de la mano intentando que no notara que estaba sufriendo.

Recuerdo como se acercaba a mi fingiendo que todo se encontraba bien, arrodillándose frente a mí, como si eso pudiera calmar mi preocupación al verla derrumbarse así.

—Cariño, no te había visto. ¿Estás bien? ¿Por qué sigues despierta amor? —Mi madre me miró con esos ojos llorosos que me partían el alma, y esa sonrisa que me desgarraba porque era falsa.

—¿Por qué lloras mami? —Pregunté con la inocencia que solo una niña de siete años puede tener.

Vi el labio de mi mamá temblar, pero me sonrió, abrazándome como si todo estuviera bien, y quizá eso fue lo que me hizo sentir culpable.

—No es nada dulzura, nada, nada. —Repitió acariciándome el cabello. —Escúchame hija, todo estará bien, mami está aquí, siempre está aquí, ¿escuchaste? Yo estoy aquí. Siempre estoy aquí.

Mi cuerpo temblaba un poco, sin saber por qué solo abracé a mi madre con fuerza, con miedo, con terror a que desapareciera, con temor a quedarme completamente sola.

—Te amo cariño, mami te ama hija. —La escuché murmurar con suavidad contra mi cabello.

Solté una lágrima ese día, sin saber que al día siguiente soltaría aún más, pero vestida de negro, y en un cementerio, deseando poder haber dicho, que yo también la amaba.

El aire estaba helado ese día, las inscripciones en la tumba eran mi condena eterna. No sentía mis ojos de lo húmedos que estaban, no sentía el dolor de estar arrodillada contra la tierra, en mi cabeza solo se repetía aquella maldición que me dolía como mil agujas clavadas en el pecho, buscando un corazón al que no podían llegar, solo haciendo que esto doliera más.

Dakota Meijer

16 de octubre de 2013.

“Nunca olvides lo fuerte que eres, nunca dejes de crear”.