El cuaderno mágico de Lili

Capítulo 1

Cuando Liliane llegó a su casa del colegio, cerca de las dos de la tarde (como acostumbraba), vio a su madre en la sala sentada junto a la antigua máquina de coser arreglando una prenda de vestir que parecía un hermoso vestido negro de una sola pieza. Ella estaba tan concentrada en su trabajo (eso sumado al incómodo sonido del aparato y el rechinar de sus pedales), que ni siquiera notó la presencia de su hija cerca de las escaleras que conducían a las habitaciones de la planta alta.

— ¡Hola mami, buenas tardes! —dijo alzando lo más que pudo la voz, para que se distinguiera entre tanto escándalo—.

Doña Soledad Íñiguez, una bondadosa mujer de cuarenta y cinco años que tenía como oficio principal el de la costura, alcanzó a escuchar la voz delicada de su hija entre el barullo e inmediatamente levantó la mirada, interrumpiendo por un momento sus labores.

— ¡Hola querida! —exclamó levantándose súbitamente. Instantes después le ofrecería a Liliane dos calurosos besos, uno en cada mejilla—. ¿Qué tal tu día en el cole?

— Excelente mami. Excelente...

Vaya mentira que debía repetir todos los días. Sin embargo, ¿una mentira repetida varias veces no suele asumirse como verdad?

— Debes estar hambrienta... —agrega Soledad mientras acaricia el cabello enredado de su hija—. Hoy he preparado arroz y estofado de pollo con verduras. ¿Te sirvo?

— Primero iré a cambiarme y a tomar una ducha, ¿sí? Estoy exhausta.

— Como gustes. Pero luego no podré descuidarme de mi trabajo. Es urgente, así que deberás servirte tú misma.

— No te preocupes, no interrumpiré para nada.

Liliane siente la mano áspera de su madre en el rostro y sonríe. Se presta a subir rápidamente las escaleras cuando escucha:

— Recuerda que hoy tenemos la asamblea de la congregación...

— ¡No otra vez mami! Tengo muchos deberes por hacer...

— Pues tienes hasta las seis para acabarlos. Además, no creo que necesites más de cuatro horas para ello. Así que no lo olvides.

— Pero...

— Nada de peros. Ahora cámbiate, toma una ducha y almuerza. Nos vemos a las seis. ¿Correcto?

— Correcto...

Liliane sube las escaleras arrastrando los pies, desanimada. Odia tremendamente los lunes por esas aburridas reunioncitas con aquellos tipos hipócritas de la congregación que tan mal le caen. Pero su madre la obliga a ir, porque no le gusta andar sola. Y donde manda capitán no manda marinero, dice el refrán.

 

Una vez en lo cálido e íntimo de su habitación, arroja la mochila sobre el desgastado sillón de cuero color café y se tiende a sus anchas en la cama. Cierra los ojos un momento y suspira. Permanece en ese estado durante varios segundos, hasta casi quedarse dormida. Luego se espabila con unas pequeñas palmaditas en los pómulos y vuelve a reincorporarse. Se dirige a su guardarropa y toma algo cómodo para ponerse: una blusa a rayas holgada (de sus favoritas), licra negra e interiores oscuros.

Entonces decide quitarse la ropa.

Primero se desata el nudo de la corbata que está a punto de ahogarla. Prosigue con el bléiser y la blusa blanca, hasta quedar el torso cubierto por un top lila. Se deshace de los zapatos, las medias panti y la falda. Lo coloca todo ordenadamente sobre la cesta que utiliza para la ropa sucia y busca una toalla. Camina a lo largo de la habitación en paños menores, pues no la encuentra. Luego recuerda que la última vez que la vio fue esta mañana, sobre la ventana del cuarto de baño. Entonces emprende la marcha allá, presurosa.

 

Las gotas de agua caliente recorren lentamente su piel, relajándola. El vapor de agua se introduce en su nariz como una droga en la sangre y la hace agitarse. Lava su cabello en círculos con champú y pasa el jabón por todo su cuerpo desnudo varias veces. Siente un leve cosquilleo al palpar sus senos y el vientre y se obliga a no sentir absolutamente nada diez centímetros más abajo.

Cuando cierra la llave de la ducha toma la toalla y se seca, pero deja intacto el cabello, que tiene que carmenárselo con una peinilla especial que guarda en un compartimento del estante sobre el lavamanos.

Luego de alrededor de diez minutos de permanecer parada frente al espejo arreglando pacientemente su cabello, toma los interiores, la blusa y la licra de la percha, para luego despojar cuidadosamente la toalla. Alza la mirada y puede observarse desnuda de la cintura para arriba. A excepción del fastidioso acné que cubría horrorosamente su rostro, era poseedora de una deliciosa piel color caucásica. Si bien a sus dieciséis, la mayoría de sus compañeras de clase presumían el haber desarrollado senos grandes y firmes y unos traseros espectacularmente torneados; ella vivía esperanzada en no quedarse atrás. Al ser alta (metro setenta) y delgada, su madre decía que desarrollaría las demás partes del cuerpo con el tiempo. Que ella misma había experimentado esas sensaciones los primeros años de la adolescencia, pero que a los veinte se desvanecieron. No era extraño revisar el álbum de fotos familiar y comparar a la flacuchenta y seca Soledad de los dieciséis con la veinteañera del mejor de los cuerpazos de la universidad. “No fue siempre así”, le explicó alguna vez mientras conversaban en el comedor a la hora del almuerzo.



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En el texto hay: juvenil, drama, suspenso

Editado: 04.12.2019

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