El cuadro

El cuadro

Toda mi vida siempre he luchado por lo que he querido. Llegar hasta lo más alto de mi carrera se volvió una obsesión para mí. Sin embargo, no fue sencillo. El hecho de ser mujer lo complicaba aún más. Durante mi estancia en esa maldita empresa pasaron muchos idiotas que me ofrecían rutas rápidas y más... “cómodas” para alcanzar el éxito, a cambio de pasar noches como la amante sustituta reemplazando algo que sus esposas se negaban a darles. Ya se podrán imaginar las caras de esos cerdos cuando al fin logré llegar por mis propios medios hasta aquí, me convertí en la CEO de una de las más grandes multinacionales del mundo. Ahora todos esos miserables se arrodillaban ante mí y hundían sus rostros en el lodo, todo con tal de satisfacer mis deseos. Estaba en la gloria, jamás había sentido algo así, era una sensación mucho más placentera que el orgasmo sexual, la sensación de tener el poder que tanto anhelaste.

Pero los sueños tienden a desaparecer fácilmente como las burbujas que flotan en el aire o la espuma en el agua. Ver con claridad la realidad fue algo tan duro que me negaba a creerlo. Al menos hasta que ya fue demasiado tarde.

Todo ocurrió en aquella celebración en honor a mi ascenso. Jamás debí haber ido a esa fiesta, algo en mi interior me lo advertía, algo que se revolvía en mis vísceras desde el momento en que dejé mi apartamento. Fue confundido por nerviosismo, pero… “¿nerviosismo de qué?”, fue mi pensamiento cuando cerré la puerta de mi casa.

Me subí a mi flamante Mercedes plateado. Me habían ofrecido una limosina, pero quería llegar con estilo sin depender de nadie. Llegué al hotel donde se realizaría la fiesta y conforme me acercaba al Penthouse la sensación se hacía cada vez más grande, al punto de sufrir un mareo que casi me hace caer al suelo del ascensor. Una vez que la campana sonó, avisándome que había llegado a mi destino, toda esa mala sensación desapareció. Al otro lado había gran algarabía en el ambiente en el cual rápidamente me sumergí.

Los hermosos ventanales estaban cubiertos con cortinas de seda dorada. Un hermoso piano de cola, de color mármol, estaban tocando claro de luna de Beethoven. Los que organizaron la fiesta sabían de mis gustos y fue agradable ser recibida de esa manera. Las mesas finamente decoradas hacían juego con las cortinas, los centros de mesa parecían torres llenas de flores que se elevaban al menos un metro por encima de los comensales. Los invitados lucían sus más costosos trajes de gala.

Obviamente, ninguno de los idiotas que encontré en el transcurso de mi ascenso estaba presente o simplemente no me dirigían la mirada. Ya tendría la ocasión de arreglar cuentas con ellos al día siguiente, solo era cuestión de tiempo.

Tiempo, ¡qué inocente que era! Cómo vivimos despreocupados por él. Ninguno de nosotros sabe cuánto tiempo le queda de vida y vivimos como si fuéramos a vivir para siempre.

Al verme entrar alguien, aún no sé quién, delató mi presencia y se giraron hacia mí. Todos aplaudieron y me felicitaron. Dar una mano por aquí, un beso en la mejilla por allá los mantenía felices y la fiesta empezó. La música bailable de clara influencia latina se apoderó del entorno invitando a todos a salir a bailar, sin embargo, el piano seguía tocando música clásica como si al músico no le importaran las ruidosas canciones que se estrellaban en cada rincón. Esto llamó poderosamente mi atención.

La fiesta estaba más concurrida de lo que había percibido en un principio. No paraban de acercárseme compañeros de oficina, miembros destacados de otras grandes empresas, personas que sentían realizado su día con solo dirigirles un “hola”. Conocí a mucha gente aquella noche, gente que pronto trabajaría para mí o con las cuales podríamos hacer grandes negocios en el futuro. De haber sabido lo que me deparaba el destino por mi manera de ser, habría cambiado drásticamente. Hubiera pasado de ser altanera y prepotente a ser una persona más humilde y honesta.

En aquella noche todo estaba saliendo bien para mí, al menos eso sentí en aquella oportunidad. Todo era perfecto, sin embargo, no podía quitarme de la cabeza aquel joven compositor que tocaba el piano inexorable a su entorno. Una persona albina de cabello cano y ojos rosas, esbelto, vestido con un smoking negro y una corbata roja como la sangre.

Todas las personas estaban hipnotizadas por las canciones latinas que se tocaban, pero parecía ser la única que podía escuchar cada nota de su magnífico piano de cola. Beethoven, Mozart, Bach, ese joven podía interpretarlos con una precisión magistral. Nadie lo apreciaba, excepto yo.

Cuando la música se detuvo dando paso al cotilleo el joven pianista se levantó y con una reverencia me agradeció por haber escuchado toda su interpretación, o al menos una parte. Se dirigió a la barra y le pidió al cantinero que le diera un vaso de agua. Me abrí paso entre las personas. Estaba completamente embelesada por su rostro que parecía esculpido en mármol. Tenía que saber su nombre, quería saberlo todo de él.



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En el texto hay: desesperacion, relato corto, miedo

Editado: 18.01.2020

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