El cuarto de las penas

10. Ojos celestes

San Carlos de Bariloche. 1950

 

A lo largo de los días, Alicé entró y salió del hospital salesiano según su horario de trabajo. Pero también según sus ganas de leer. «He encontrado que me gusta sentarme a tu lado a leer en voz alta. Nadie nunca ha escuchado mis lecturas», confesó un día Alicé a Pierre. Otros voluntarios y pacientes habían empezado a llamarlo el Bello Durmiente, como si hubiera salido de otro cuento de Perrault. Muchos creían que no despertaría. Solo su tía Helga Holmberg, la mujer insistente, y su enfermera Alicé, la muchacha dura de roer, creían en su recuperación.

Durante la tarde, antes de retirarse a rezar la Santa Misa en la soledad de su habitación, el padre Guillermo visitó al enfermo. Ya antes de llegar a la habitación pudo escuchar desde el pasillo la voz acompasada de Alicé. Esa muchacha no se rendía fácilmente. «—¿Y qué es una Carrera Loca? Preguntó Alicia, y no porque tuviera muchas ganas de averiguarlo…»

El padre Guillermo la interrumpió:

—Alicé, niña, ¿todavía aquí?

Alicé asintió con la cabeza.

—Quería estar cuando revisara al paciente, padre. Es que hoy me ha parecido que se ha movido. No puedo estar segura, fue apenas un instante. Además le ha bajado la fiebre. Ya no tiene calores desde la mañana, por lo que me han dicho.

Efectivamente, Pierre Roux no tenía más temperatura. El médico le tomó la presión, el pulso, le auscultó los pulmones y todo estaba de lo más normal. Solo quedaba esperar que se despertara. Eso y avisar a su familia las buenas noticias.

—Claro que sí, padre. Los Holmberg son vecinos de mi familia. De camino a casa hablaré con ellos para que vengan a primera hora. La señora Helga estará muy emocionada. Cuando terminaron de hablar, el médico salesiano se retiró. Alicé buscó alguna excusa para quedarse unos minutos más. Entonces, con la suavidad con la que hablaba a cada paciente, acercó su rostro al de Pierre Roux y, entre sonrisas, le susurró «bienvenido a casa, cuando quieras». Pierre se sentía demasiado cansado para aguantar sin dormirse pronto. Pero sostuvo su atención el suficiente tiempo para sentir el beso en la frente que últimamente le reservaba para las buenas noches la señorita Alizée.

 

Los ojos de Pierre Roux eran dos cristales celestes que bien entonaban con su cabello castaño claro. Evidentemente, su parentesco con los Holmberg era en realidad un parentesco con la señora Helga, pues se parecían en varios aspectos físicos. Con el tiempo, Alicé imaginaba que podría reconocer otros aspectos, aquellos que hacían a sus personas.

Cuando hubieron mudado al paciente de vuelta a su casa, el señor Albert se había limitado a instalar al joven enfermo. Sus pocas palabras contrastaban con la verborragia de la señora Helga. Ella pidió consejos de todo tipo, desde cómo limpiar la herida (que después de un mes ya estaba casi cicatrizada) hasta qué tipo de dieta tenía que llevar su sobrino. Alicé respondió con paciencia y hasta cariño. Sintió que se le iba un amigo, pero la realidad es que otra tanta gente la esperaba en el hospital para recibir sus cuidados y atenciones. No estaría sola.

Una mañana, la abuela de Alicé recibió en su buzón de cartas un sobre dirigido a «Alizée, de parte de Pierre Noel Roux». La joven había estado en vela de turno en el hospital y todavía dormía cuando su abuela dejó la carta sobre su mesa de noche.

En casa de los Holmberg, Albert se mantenía al margen, en silencio, mientras una contienda se desataba entre su mujer Helga y su sobrino Pierre. Este había enviado una carta a la enfermera que lo había cuidado, demostrándole que siempre había mantenido un estado de conciencia mínima. Eso significaba también que quizás podría haber hablado algo que no debía. Pero lo peor era la invitación. Pierre pedía en la carta que la joven enfermera se acercara a la casa del francés para seguir leyéndole y cuidándolo, cuando su tía tuviera que atender sus actividades.

Alicé vio la carta todavía envuelta en su camisón blanco y con los pies abrigados por las pantuflas celestes. Sorprendentemente, el trazo de la letra era limpio y sin dubitaciones. Más que una carta, era una nota. «Mademoiselle Alizée: me agradaría seguir escuchando las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas en su voz. También le agradecería que me acompañara algunos momentos cada día para ayudar a descansar a mi tante que tanto ha relegado por culpa de mi salud y bienestar. Suyo, Pierre Noel Roux».

Cuando terminó de leer la nota, la releyó. Luego volvió a leerla una vez más. Era cierto, el Bello Durmiente del hospital salesiano la invitaba a su casa. Recordó sus ojos celestes, húmedos de estar tanto tiempo cerrados. Parecía que querían llorar. Entonces una nube oscura cruzó rápida el pensamiento de Alicé. En realidad, ella no conocía a ese muchacho; ese hombre. Solo conocía lo que había inventado su cabeza de niña soñadora mientras leía un tonto libro con su nombre. ¿Y si ella no era lo que él esperaba? ¿Y si él no era lo que ella esperaba?

Más tarde, durante el desayuno, se lo planteó a su abuela. Su respuesta aclaró el panorama:

—Ninguno es quien el otro piensa. Eso significa conocerse, Alicé. Vamos, cruza la calle y acompaña a ese joven un rato.

Le entregó una olla llena de guiso bien argentino con carne y chorizo y la mandó a cruzar la calle.

En casa de los Holmberg, la familia estaba expectante ante la inminente llegada de la enfermera. No sabían exactamente qué esperaba ella de toda la situación ni si debían tratarla como un auxiliar o como una amiga. Mientras tanto, algunos objetos desaparecían del aparador donde dejaban huecos que gritaban ausencia. Hay secretos que hasta las familias deben olvidar.

—Buenos días, señora Helga. Aquí tiene una olla de guiso de mi abuela. Hará bien al paciente.

Alicé llevaba ensayando su sonrisa todo el tiempo que le demandó cruzar la calle.



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En el texto hay: historia, amor

Editado: 25.01.2023

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