El cuarto de las penas

13. Fuego

San Carlos de Bariloche. 1950

 

Todos los días, Pierre miraba la fotografía que denunciaba su pasado como soldado del Führer. Si bien su lealtad menguaba por momentos, sus crecientes sentimientos hacia Alizée eran innegables.

La eternidad de estar postrado en la cama sin fuerzas había llegado a su fin y, durante el día, el muchacho se recostaba en el sillón de la sala. Desde ahí se desplazaba con pies pesados al aseo, a la cocina y de nuevo al sillón. Allí también meditaba. Frente a él, estaba el aparador con su uniforme y los demás objetos que los delataban como pertenecientes a la Alemania del Eje. No se arrepentía de nada, pues no había hecho más que seguir las órdenes de sus oficiales al mando.

Nuevamente lo asaltaban las dudas: los campos de trabajo, los números en los brazos judíos, los hornos donde los quemaban sin piedad. Los granjeros sin su cosecha, entregada al ejército; los niños con hambre, los padres exhaustos, las mujeres violadas, los maridos asesinados. Él había estado viviendo en el campo, relativamente a resguardo de grandes atrocidades. Pero estaban las pequeñas, esas de las que sí había sido testigo mudo. Las mujeres que se entregaban a los alemanes por pedazos de pan, los niños que salían a cazar animalillos en el bosque para poder tener qué comer, las madres que remendaban la ropa sin cesar, incapaces de comprar un par de medias nuevo.

Sí, en una escala inferior, había visto la guerra. Y la había ignorado. Se había convencido que era la vida de la campiña francesa y que nada tenía que ver con la presencia alemana. Incluso la casa donde había vivido él, una pensión que compartía con la mesonera y algunos soldados más, llevaba a la mesa sopa aguada.

Si así había sido el trato con sus propias fuerzas, cualquier cuento que dijeran podía ser verdad. Los periódicos que leía Alizée mientras él dormitaba contaban atrocidades. Con todo esto en la cabeza, el joven recibía la visita diaria de la enfermera que, aunque ya no necesitara sus cuidados, aún llegaba a tomar el té antes de su turno nocturno en el hospital.

Allí lo encontró Alicé esa tarde. Su paciente, otrora dormido, luego en duermevela y finalmente débilmente despierto, estaba nuevamente sumido en un silencio inquietante. Se encontraba solo en la casa, lo que sembró en la muchacha un cosquilleo en la panza. Nunca antes había estado a solas con un muchacho, menos uno a quien creía ya conocer tanto. Al menos uno que la conocía a ella lo suficiente.

—Ya has llegado. Ven, Alizée. Siéntate y cuéntame qué está pasando en la colonia estos días.

—Hola, Pierre. Pero se te ve cabizbajo. ¿Sucede algo?

—Nada de nada. Solo aburrimiento. Espero que el padre Guillermo me deje salir a caminar pronto. Quiero conocer a todas las personas de las que hablas.

Alicé sonrió. Esa tarde sirvió ella el té, con la ayuda de un paciente impaciente que venía de aquí para allá sobre la cabeza de la muchacha, varios centímetros más baja que él, para atrapar las tazas de la alacena superior. La enfermera sonreía constantemente y mucho temía que él notara la atracción que sentía por ese rostro serio que le sembraba risas.

De pronto, cuando la tarde parecía perfecta y apacible, la duda cruzó la mente del francés y se traduzco en su rostro. ¿Y si ella lo averiguara ahora? No tenía certeza de dónde había dejado la foto, y bajo el almohadón sobre el que se recostaba, la buscaba a tientas y no la encontraba. ¿Dónde dejó la foto? La tenía en las manos antes de que ella llegara. Quizás… Bajo el almohadón en el suelo donde ella se sentaba tan cómodamente.

Sin remedio, la tarde se vio nublada bajo la opresión del secreto familiar. Tantos alemanes en la zona y había dado con la única descendiente de españoles. De los que huían del régimen tiránico de Francisco Franco, de los que odiaban la guerra europea por principio y por vivencia.

—No te ves bien. ¿He de irme?

La voz de Alizée lo quitó de su ensimismamiento. Claro que debía irse. Debía huir de él. Debía poner toda distancia posible entre ella y el monstruo alemán que había sido él.

Mientras Alizée terminaba de lavar el servicio de té, Pierre la miró con añoranza. Desearía escuchar toda la vida las aventuras de Alicia solo para tener el privilegio de oír su voz. Y no hablarían de nada más. Nada que lastime, nada que duela, nada que sangre, nada que muera.

Cuando Helga y Albert llegaron a su casa, encontraron la estufa encendida y en ella ardiendo, junto a un par de leños, el uniforme militar de Pierre. Su madre tomó la foto en el momento en que el muchacho se decidía por echarla a las llamas.

—¡Oh, no! ¿Cómo has podido?

Su angustia fue enorme y sincera. Ella no creía nada malo del Führer. Incluso estaba el comandante. Él le había dado un viaducto a su marido Albert para partir por el puerto de Hamburgo. Más tarde le había dado uno a ella. Ambos habían sido recibidos en Buenos Aires por intermedio de herr Müller. A él le habían pedido que buscara a su hijo en Francia. Gracias a contactos en el país galo, finalmente Pierre fue encontrado en un campo de prisioneros. Con ayuda, de noche y en la oscuridad, el soldado había abandonado el campo. La marcha hacia Marsella fue a pie. Cuando llegó, no sabía distinguir la piel de las ampollas del cuero de sus botas. A él lo había recibido en Buenos Aires herr Schols, con un pasaporte que decía que era francés y se llamaba Pierre Noel Roux. De eso hacía dos años.

—¿No entiendes, hijo? Esto es lo que somos.

—Ya no puedo soportarlo más, mutter[1]. Ya no puedo.

—¿Es por la muchacha, sohn?

El padre entendió enseguida el cambio de corazón de su hijo. Conocía esa realidad. Los hombres más leales dudaban si una mujer se les cruzaba en el camino. Lo había visto entre sus propios hombres que, debilitados, eran los primeros en morir en batalla.

—No puedo evitar pensar que soy un monstruo. Lo que hicimos, papá, no tiene nombre.



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En el texto hay: historia, amor

Editado: 25.01.2023

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