El cuarto de las penas

15. Nuevo

San Carlos de Bariloche. 1952

 

El mismo tren que se llevó a Pierre Roux trajo de vuelta a Pierre Roux. Eran y no eran la misma persona. Después de haber peregrinado hasta la Basílica de la Virgen de Luján y de haber purgado pecados en el puerto de Buenos Aires, el alemán finalmente volvía a casa.

En su camino, Pierre había sido un escolar, un soldado, un prisionero, una víctima, un pasajero, un huérfano, un paciente, un sobrino, un peregrino, un sin techo, un estibador. Había tenido tantas identidades que algunas se mezclaban con otras en su intento de ponerlas en orden. Pero después de la bendición del padre a los pies de la Virgen de Luján, él era un peregrino. Como tal, volvía al hogar después de haber hecho su camino de conversión y crecimiento.

Cuadró los hombros frente a la puerta de su madre. De ahora en más ya no la llamaría tía. La bruma de la mañana cubría la colonia y traía a su nariz el olor dulzón de los frutales en flor. Su padre, ¡cómo había extrañado a ese hombre tan lleno de heridas que no podía ni hablar! Eran tan parecidos y, sin embargo, ese hombre se hizo duro mientras herr Müller lo rastreaba en Francia, para que su madre no desfalleciera. Ahora los veía a otra luz: la de víctimas de una ideología. Ya no juzgaría; solo viviría en paz.

El desayuno no era tan variado como cuando él vivía allí. Su madre estaba demacrada y su padre se rehuía en su mutismo. Pierre los miró y, sosteniendo sus miradas, dijo a cada uno la palabra más difícil de pronunciar: «perdón». Y les contó el camino, su significado, sus dificultades, los miedos, el peso del pasado. Ellos, llorando, abrazaron a su hijo y agradecieron que volviera con vida. Tanto habían temido ese año sin él.

—Ahora, ahora volverá a vivir esta casa.

La esperanza de Helga era sincera. Por él, por el hijo que parió, ella dejaría el pasado atrás.

—Mutti, debo hacer algo más.

—Oh, claro… Cuando estén listos, vengan a casa.

Helga miró a su marido y le tomó de las manos. Su hijo era un hombre; pero no del tipo que forja la guerra, sino de esos que son moldeados en medio de la verdadera paz.

Pierre tomó algunas rosas del jardín de su madre. Finalmente estaba listo para dar todo de sí. Caminó hasta el hospital salesiano donde, según su madre, Alizée había cubierto el turno nocturno. La esperó afuera; una mano en el bolsillo y las rosas bajo la nariz, ocultando una sonrisa.

Alicé suspiró al verlo de pie en la calle. Luego sonrió discretamente, bajando la mirada.

—Era hora de que volvieras. Te estaba esperando.

—Yo tengo mucho para contarte. Por suerte tenemos una vida para que me escuches.

Se dieron un beso, no de cuento de hadas. Fue un beso de un hombre curado que besa a una mujer que sabe curar.



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En el texto hay: historia, amor

Editado: 25.01.2023

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