El calor de aquella tarde de enero era tan sofocante que molestaban hasta los anillos que uno pudiese llevar en las manos. Lorenzo acariciaba el suyo de manera inconsciente, lo rodaba, lo tiraba hacia adelante y lo volvía a acomodar en su sitio original; allí donde la piel permanecía algo más clara, donde no molestaba porque su presencia era apenas perceptible por fuerza de la costumbre: su dedo anular, donde lo había colocado María dos años atrás, en la vieja parroquia del Padre Justino.
Se había sentado en un banco largo, de tablillas lustradas, cuyo respaldo se conformaba con otra, igual de brillante, igual de larga, adosada a la pared por medio de gruesos tornillos negros. Algo más allá, una familia conversaba alegremente, nerviosos todos, igual que él, que no conseguía separar sus ojos de las enormes puertas vaivén, revestidas de metal en la parte inferior y con enormes vidrios traslúcidos y rugosos en la mitad más alta. Detrás de ellas se había perdido María, acompañada de su doctora; la misma que le había dicho que esperara en la sala común, que no tardarían. Un estudio de rutina para ver cómo iba todo, no era nada. Le hubiera gustado entrar con ella, pero en un hospital público y en la misma sala donde atenderían a María, habría otras mujeres que, al igual que ella, deberían tener que quitarse parte de su ropa interior.
Por eso no permitían la entrada de hombres.
Con los ojitos tristes había movido la mano para saludarla cuando se alejó, como si la chica partiera hacia algún lugar demasiado lejano. María le había sonreído resignada. A ella también le habría gustado que su marido la acompañase, pero comprendía y se dejó conducir, dócil, hacia las entrañas del hospital mientras Lorenzo buscaba con la mirada dónde sentarse. Sabía que no serían cinco ni diez minutos. Mínimo media hora. En cuanto vislumbró un sitio libre, se acomodó con timidez, cruzó las piernas y esperó con una mezcla agridulce de nervios, ansiedad y esperanzas que su esposa volviera.
En otra puerta, a su izquierda se encendió una luz roja. La familia que estaba a su lado estalló en aplausos, carcajadas, abrazos, emoción y lágrimas. La señora más mayor juntó las palmas como en una oración, tenía los ojos llorosos. «La abuela», pensó, sonriendo con dulzura. En seis semanas, él también celebraría. Se encendería la luz azul. Porque ellos esperaban un niño. Su primer retoño, su continuidad en el mundo.
Lorenzo estaba seguro que nunca un hijo había sido tan esperado ni tan deseado como el que María llevaba en su vientre. Sus ojos, del color del ámbar, se humedecieron al pensar en ellos dos, tan solos siempre, tan desamparados, tan humildes, tan juntos.
Habían crecido como habían podido.
María había pasado sus primeros años en un centro de niños huérfanos, luego había sido adoptada por una familia que, si bien le había dado alimento, techo y escolaridad, no dejaron nunca de tratarla como a una sirvienta, haciéndole sentir que le hacían un tremendo favor al permitirle vivir con ellos. Nunca tuvo una fiesta de cumpleaños, nunca un cuento antes de dormir, nunca un abrazo, ni un mísero beso de consolación.
Apenas cumplidos los dieciocho se fue. Había ahorrado unos pocos pesos haciendo algunos trabajitos extra, como cuidar los hijos de una vecina o planchar la ropa de otra, y se largó sin mirar atrás. Nadie le pidió que se quedara, nadie intentó retenerla. Nadie la buscó después.
Recaló en un hotel de mala muerte en donde su suerte podría haber sido espantosa, de no haber conocido a ese salteño menudito, con cara de conejo y mirada juguetona que trabajaba de lavaplatos en un bar y vivía en la habitación que estaba junto a la suya. Lorenzo.
El chico no había tenido una vida mucho mejor. Huérfano desde los ocho años, había deambulado por casas de algunos parientes que, más que quererlo, sentían lástima de él; y que eran tan pobres como lo habían sido sus padres. Salió a trabajar desde entonces. Lustrar zapatos en la estación de colectivos, vender estampitas o ayudar a cargar maletas en los taxis del aeropuerto, era algo en lo que, a los diez años, ya era un experto. A los dieciséis se subió a un tren rumbo a la capital con su primo Bruno, tres años mayor y nunca más regresó a la provincia norteña.
El alboroto en la sala lo sacó de sus pensamientos.
Un médico, al que ya había visto otras veces, apareció por la puerta izquierda y llamó a la familia. Se acercaron con la felicidad pintada en el rostro. Eran buenas noticias, sin duda. Lorenzo los miró con una tristeza teñida de envidia. ¡Él estaría tan sólo cuando naciera Beltrán!
Las puertas vaivén se movieron y María apareció con una esplendorosa sonrisa que lo hizo saltar de la banca. «Todo está bien», se tranquilizó a sí mismo mientras se acercaba a su esposa con pasos rápidos.
—Está perfecto —le dijo ella al notar el temblor en sus manos. Cariñosa, le acomodó detrás de la oreja, un mechón de pelo que le caía sobre el ojo derecho y le rodeó los hombros con uno de sus brazos.
Lorenzo acarició el vientre redondo, necesitaba asegurarse que su bebé continuaba allí y sonrió. La tomó con suavidad por la cintura y caminaron hacia el ascensor entre mimos, arrumacos y besos furtivos. Estaban felices. No era para menos. Después de veinticinco años de vivir a los tumbos, mendigando cariño, cumplirían al fin, el sueño de la familia propia. Lo único que anhelaban.
Desde aquél primer encuentro en las cocinas del hotel que habían compartido, se habían contado sus vidas pasadas y sus sueños futuros, se habían enamorado y habían proyectado. Ella trabajaba entonces como empleada doméstica, pero enseguida y, alimentada por el sueño de una vida mejor que floreció de la mano de Lorenzo, hizo algunos cursos de organización, ambientación y decoración de eventos, y comenzó a trabajar con quien fuera una de sus profesoras. Era un trabajo que la apasionaba.
Lorenzo, mientras tanto, se había afianzado en su puesto de camarero en un poderoso restaurante, lo que le dejaba, además del salario básico, jugosas propinas, como para que los sueños se fueran acercando cada día un poco más.
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Editado: 01.12.2022