La cabeza le pesaba como si llevara puesto un casco de hierro, le dolían las sienes y había un vacío que le retorcía el estómago. Tenía sed, pero no quería moverse del lugar por miedo a que, justo en ese momento, saliera una enfermera para comunicarle algo. O un médico. Los ojos se le cerraban por momentos, un cosquilleo molesto ascendía por sus piernas, el calor era agobiante. Había intentado varias veces preguntar, golpeando las puertas del interminable pasillo. Sólo en una oportunidad alguien pareció escucharlo y una chica lo atendió, le dijo que siguiera esperando, que ya le avisarían. Se rindió y esperó. El cansancio lo había abatido. Y el auto convencimiento, estaba en un hospital, ¿qué cosa tan mala podría suceder?
Al fin apareció el hombre que había conocido como doctor Carriego, escoltado por esa enfermera de labios rojos que le había sacado sangre a María y colocado en un frasquito sin etiquetar. Sus rostros le atemorizaron. No transmitían nada bueno. Se puso en pie, algo tambaleante, tomándose de la pared. El médico traía unos papeles y la mujer llevaba sus manos metidas en los bolsillos, con indiferencia.
—Señor Centeno —dijo el doctor, mirándolo a los ojos—. Me temo que no le traigo buenas noticias.
Lorenzo lanzó un gemido de angustia.
—Siéntese —le pidió el médico tomándolo del brazo, acompañando sus palabras con un movimiento suave, que lo obligó a volver al asiento.
—Mi...mi esposa... —balbuceó.
—Su esposa estará bien, necesitará mucho de usted...
—¿Y el... el be-bebé?
Carriego lo miró con la pena pintada en el rostro, moviendo negativamente la cabeza.
—Hemos hecho hasta lo imposible por salvarlo...
El aire, de pronto, se volvió tan denso que era imposible respirarlo.
—Pe-pero si nos ha-habían di-cho que...
—Lo sé, lo sé, Lorenzo. Lo sé. —El médico tenía una voz grave y tranquilizadora, hablaba con calma. Quien parecía impaciente era esa odiosa mujer que lo miraba con un deje de hastío—. Pero un nacimiento implica muchos riesgos... —siguió el doctor—. Y esto fue algo que... absolutamente imprevisto. Realmente no lo esperábamos.
Lorenzo sacudió la cabeza. No quería escucharlo. Quería ver a María, constatar que estaba bien y eso fue lo que preguntó. El médico le explicó que en esos momentos, su esposa aún se encontraba bajo los efectos del sedante, pero que por supuesto podría verla, que sería excelente que el primer rostro que viera al despertar, fuese el suyo.
«No», pensó Lorenzo, «lo excelente sería que tuviera a Beltrán en sus brazos al despertar». Pero no lo dijo. Una angustia opresiva le prohibía hablar en ese momento.
Carriego le entregó los papeles a la enfermera y le dio una palmada en el hombro al afligido padre.
—Olivia lo acompañará a ver a su esposa y usted firmará esos papeles ¿de acuerdo? Son puras formalidades. —Movió la cabeza negando—. Lo siento mucho, Lorenzo.
Él afirmó. Estaba aturdido. Su cerebro se negaba a procesar con claridad.
La mujer abrió una de las puertas y lo condujo por un largo pasillo, subieron una escalera ancha de mármol, recorrieron otro pasadizo, tan largo como el anterior y luego bajaron una segunda escalera, mucho más angosta y oscura, de cemento, con mucho polvo. Finalmente, dieron con una última galería en la que vislumbró una puerta, como de quirófano, hacia un lado y otra común, al otro. En ella entraron, era una habitación pequeña con una ventana rectangular casi pegada al techo, que tenía uno de sus paneles abiertos, por el que entraba aire fresco. Estaba oscuro afuera.
Una lámpara de luz amarillenta alumbraba desde la mesita junto a la cama, donde María descansaba con una vía colocada en uno de sus brazos y un pie de suero a su lado. Lorenzo se ubicó junto a ella y posó con suavidad su mano sobre la suya.
La enfermera le extendió los papeles que le había dado el médico y una birome.
—Necesito que firme esto —dijo con voz seca.
Lorenzo la miró algo atontado. Es que el rostro de su esposa no se veía bien. ¿Lo sabría ya? ¿Sabía María que Beltrán había...?
—Sí. Déjelo ahí, por favor —respondió con un hilo de voz—, después lo leo...
—Son formalidades, por la internación de María. Los tengo que llevar ya, arriba —insistió la mujer.
Pero a Lorenzo lo habían timado muchas veces. Y a María también. Habían aprendido a que bajo ninguna circunstancia debían firmar algo sin haberlo leído antes. Su cabeza no tenía demasiada lucidez en aquél momento, pero aún podía comprender que se hallaba en un lugar muy delicado de su existencia y la de María. Y la de Beltrán, que aunque no estuviese vivo, él, su padre, tenía que asegurarse que al menos, recibiera una buena sepultura.
—No voy a firmar hasta que lo haya leído —expresó con firmeza.
La enfermera chasqueó la lengua y tiró los papeles y el bolígrafo sobre una mesita pegada a la pared.
—En una hora vuelvo a buscarlos —dijo de mal modo y salió.
Apenas cerró la puerta tras de sí, Lorenzo se abalanzó sobre una jarra de agua que había visto al entrar, con un pequeño vaso plástico al lado. Lo olfateó, parecía limpio. Había una puerta que seguramente conduciría al baño. El sanitario no destacaba por su limpieza pero tampoco estaba tan mugriento como para desecharlo. Enjuagó el vaso en el lavabo y vertió en él, agua de la jarra, la probó primero con la lengua. Estaba limpia, la bebió y se sirvió más. Al fin el nudo de su garganta comenzó a distenderse. María dormía, pero podía notar que su sueño no era tranquilo, un rictus de aflicción en su rostro indicaba que algo le dolía, o que se había dormido angustiada.
Lorenzo la miró un largo rato, luego tomó los papeles y regresó a la silla para acercarlos a la lamparilla e intentó leer. Eran letras muy pequeñas y, debido al cansancio, su vista estaba nublada, turbia. Podría encender la luz principal de la habitación, pero eso, seguro, despertaría a su esposa. No quería molestarla.
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Editado: 01.12.2022